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    La soledad creativa

    Nuevo libro sobre Glenn Gould

    Era un hombre distinto. Algunos sostenían que estaba loco. Tímido, sedentario, afable, solitario, friolento aun en verano, hipocondríaco, excéntrico, afectivamente desvalido. Pero además un elegido, un artista talentoso, indiferente a las reacciones del público frente a su genialidad. El pianista Glenn Herbert Gould había nacido en Toronto, Canadá, el 25 de setiembre de 1932 y muerto en la misma ciudad el 4 de octubre de 1982, luego de reiterados episodios cardiovasculares durante su última semana de vida.

    Convencido de que las grabaciones en estudio eran un producto artístico mucho más acabado y disfrutable que los recitales en salas de concierto, a los 32 años dejó de presentarse en público y grabó todo lo que pudo en los 18 años más que vivió. Dejó un legado discográfico inmenso que sigue divulgándose, disfrutándose y discutiéndose desde su muerte hasta hoy. La estatura artística de Gould es tal que ningún oyente puede quedar indiferente a su genio y a su encanto de intérprete. Se podrá discrepar con alguno de sus enfoques, pero la discrepancia jamás ensombrece la dimensión de su talento.

    La producción literaria no fue ajena al atractivo de la personalidad de este artista, cuya vida inspiró a Thomas Bernhard a escribir su novela El malogrado (1983), una notable reflexión sobre la existencia y la ausencia de talento, donde se relata el suicidio de un pianista íntimo amigo del autor, deprimido por la constante comparación de su mediocridad como intérprete frente a la maestría de Gould. En obras de no ficción, Turner editó en 2007 Vida y arte de Glenn Gould, una biografía exhaus­tiva de 600 páginas escrita por el historiador y biógrafo canadiense Kevin Bazzana. En el mismo año, Global Rhythm editaba Conversaciones con Glenn Gould, una entrevista de 140 páginas realizada por el periodista de Rolling Stone Jonathan Cott. Unos años más tarde, en 2011, la misma editorial se ocupó de la correspondencia seleccionada del artista con la edición de Cartas escogidas. Este año es la editorial catalana Acantilado que lanza la traducción al castellano de la obra No, no soy en absoluto un excéntrico, que Bruno Monsaingeon escribiera en 1986. Monsaingeon (París, 1943) es un músico, escritor y cineasta francés que hizo varios documentales sobre los violinistas Yehudi Menuhin y David Oistrakh y los pianistas Glenn Gould y Sviatoslav Richter. Además, tuvo una relación de trato muy cercano con Gould.

    El libro se abre con un excelente prólogo del francés y en su primera parte contiene reportajes diversos hechos a Gould en periodismo escrito, radial, televisivo y hasta por teléfono. Incluye también un muy buen reportaje fotográfico de Jock Carroll. La segunda parte comprende una videoconferencia imaginada por el autor, donde diez periodistas, algunos reales y otros imaginarios, dialogan con Gould sobre distintos tópicos musicales. Allí se mezclan preguntas y respuestas extraídas de reportajes reales, con otras imaginadas y montadas por el autor sobre la base de recuerdos, conversaciones privadas con el artista y fragmentos de sus documentales. El libro se cierra con un reportaje póstumo, un cuestionario plagado de humor que Gould se hizo a sí mismo y un breve texto de juventud del músico titulado Con la memoria no se juega, en torno a recuerdos musicales con la Orquesta Sinfónica de Toronto.

    Gould partía de la idea de que en el arte no debe existir demanda sino solamente oferta. El artista debería producir sin tener en cuenta la demanda o las apetencias del público. Eso le permitiría, por un lado, tener un repertorio en permanente expansión en lugar del decrecimiento inevitable del concertista sometido a las exigencias del público. Y por otro lado, esa postura sería coherente con su idea de la interpretación: si el intérprete no tiene nada nuevo que decir sobre una obra respecto a lo que han dicho otros o él mismo, es inútil que la toque. Una postura así de radical lo llevó a sostener la autonomía del intérprete con relación a la partitura y también la posibilidad de que existieran múltiples versiones posibles y sublimes de la misma obra.

    Pese a su desprecio por las exigencias del público, su inveterado sentido del humor lo llevaba a reírse de sí mismo cuando ya era un artista consagrado y había logrado una masa de ahorros que le permitían llevar una vida desahogada. Dijo entonces más de una vez: “Otra semana de descenso en la Bolsa como la que acabamos de conocer y voy a tener que grabar los conciertos de Tchaikovsky y de Grieg!”.

    Su retirada de las salas de concierto y aterrizaje en los estudios de grabación está lejos de ser un mero capricho o fobia; es una decisión con sólido fundamento conceptual. Para Gould, el concierto en vivo suponía una serie de incertidumbres espantosas y humanamente degradantes que no tenían sentido y que podían evitarse. “Soy refractario por completo a la idea de que la dificultad en sí es algo honorable y bueno. Estoy convencido de que no esforzarse en aprovechar cualquier aparato tecnológico para crear una atmósfera de contemplación ¡es algo inmoral!”. Y agregaba frescura y sensatez con esta frase: “Me encanta grabar, porque si sucede algo excepcionalmente bello se sabe que perdurará y, si no es el caso, habrá otra oportunidad de alcanzar el ideal”.

    El hombre que tradujo el contrapunto de Bach con una transparencia quizás inigualada, cuenta con humor cómo descubrió qué era el contrapunto. No fue con Bach sino con Mozart, cuya Fuga I.K. 394 estaba practicando en su casa cuando la limpiadora pasó al lado del piano con la aspiradora a todo vapor. Por unos instantes el ruido del motor tapó a Mozart mientras Gould continuaba mirando el movimiento de sus dedos. Fue entonces que descubrió lo que él llamó la “presencia táctil de una fuga” y con ello el fascinante mundo de capas superpuestas que tejen el contrapunto.

    El libro es interesantísimo para todos los lectores iniciados en música clásica y apasionante para los admiradores y seguidores del pianista. Su construcción sobre la base de reportajes no solo no lo hace tedioso sino que permite ir armando un rompecabezas de este personaje tan singular. Gould, el solitario, fue capaz de afirmar: “La llamada disciplina —que no es más que una manera de excluirse de la sociedad— es algo absolutamente indispensable. Por desgracia, muchas personas toman el deseo de soledad por esnobismo, pero el artista que quiera producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un personaje social relativamente mediocre”.