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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUna frase pintada en uno de los muros de la Escuela Nacional de Policía recibe a los ingresantes: “Ingresar para aprender, egresar para servir”. A su lado, descansa otra: “Los cargos que da la patria a sus hijos son de honor y empeño para la felicidad pública”. Es nada menos que un mandato del prócer nacional, José Artigas, que en este contexto subraya el deber moral de los policías de anteponer la felicidad pública a la felicidad individual. La moraleja no admite dudas: para ser policía hay que sacrificar el bienestar propio en pos del colectivo.
Los ingresantes recorren la escuela entonando cánticos: “Un día más / Es un día menos / Lo debemos soportar / Lo podremos soportar”. Entonan estos versos junto a otros que hablan de matar, de morir, de dejarlo todo, de soportar cualquier adversidad, cueste lo que cueste. Por ejemplo: “Al combate me llamaron / Al combate debo ir / A pelear por mi bandera / Aunque tenga que morir”. Otro más: “No le temo al combate / Cuido siempre al camarada / Y si un día a mí me abaten / Di la vida por la patria”.
Se cantan en pelotón, marchando a paso ligero,1 en condiciones de calor y frío extremos, acumulando sanciones y lesiones, en noches de sueño interrumpidas frecuentemente por clases2 que entran dando palazos contra las camas de las compañías,3 encendiendo luces vibrantes y enceguecedoras para cortar el sueño. Así se preparan policías preparados para sufrir. Así se transmite el poder del renunciamiento personal por una causa mayor. Así se construye una subjetividad apta para, como me dijo una vez un policía en una madrugada fría mientras patrullábamos el Cerro, “estar donde nadie quiere estar, haciendo lo que nadie quiere hacer”. Así se enseña el sacrificio policial.
¿Pero cuánto puede sacrificar un cuerpo? ¿Y una mente?
La semana pasada, este semanario reportó que el año pasado cada mes hubo, en promedio, 425 funcionarios del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) certificados por motivos de salud. El número constituye, aproximadamente, el 10% del total de funcionarios de este instituto. En promedio, cada trabajador certificado faltó 178 días en todo el año por estos motivos. No es normal. No es razonable. No es admisible. Algo raro sucede en la Policía. Examinémoslo a través de cuatro historias reales de funcionarios del Ministerio del Interior, personas de carne y hueso que conocí en los últimos cinco años cuando me dediqué a investigar la sindicalización policial en Uruguay.
Quebrarse
Son las seis y media de la mañana. Observo el comienzo de la jornada de cadetes de primer año. Los cadetes ya formaron en filas varias veces frente a sus compañías, las clases los hicieron trotar tres veces alrededor de la plaza de Armas, y ahora les imparten órdenes para llevar a cabo el ritual cotidiano de alzar el pabellón nacional. Desde el sector derecho de la plaza ingresan seis cadetes de tercero con los pabellones doblados sobre sus manos. Todos los cadetes y sus clases los saludan con la venia (“saludo policial”). El grupo de cadetes marcha hacia el sector más lejano de la plaza para izar los pabellones, frente a un silencio absoluto de quienes estamos en la plaza.
Sin gritar, un cadete rompe el silencio: “Pido permiso para hablar, señor suboficial mayor cadete”. El clase, ofuscado, responde: “Hable. ¿Puede venir por favor?”. El clase se dirige hacia el lugar. “Una compañera se siente mal”. Detrás de él se encuentra Sonia,4 una cadete de primero. La recuerdo porque hace cuatro días estuvo eximida de la clase de educación física por una lesión. Se esguinzó un tobillo cuando los clases hicieron correr a las cadetes mujeres alrededor de la plaza de armas de traje y tacos, cargando bolsos. Ese día hablé con ella. Sonia estaba enojada y frustrada porque debía quedarse de guardia en la escuela el fin de semana y no podía volver a su casa. “No entiendo”, me decía, “¡el médico me está autorizando a salir y los clases no me dejan!”.
Esta mañana Sonia está completamente pálida. Rápidamente, el suboficial mayor cadete pide ayuda a otro clase. “¡Rompa filas, rompa filas!”, ordena el clase a Sonia, que da un paso atrás y se tambalea. Los clases y una compañera la sostienen rápidamente y la asisten para que se siente en un cordoncito, atrás de la doble fila de sus compañeros. Sonia se toma la cabeza, está mareadísima. Rápidamente, su compañera corre a buscar una silla de plástico y un vaso con agua. Todo el resto de cadetes saluda hacia el frente, mientras este grupo asiste a Sonia que mira hacia abajo tomándose la frente. Hace una hora están haciendo actividad física, tensos, soportando gritos, sin desayunar. El cuerpo de Sonia explora sus límites.
Esta tanda de elite, en la que quedaron seleccionados 50 de más de 1.500 aspirantes lleva, en menos de cinco días, 12 bajas. Por lo que escuché informalmente esta mañana, parece que alguien más pidió la baja el fin de semana. Sonia está colapsando al borde del desmayo. Quizás sea la decimocuarta.
El loquito loquito
El contexto de esta escena es la consulta jurídica de un sindicato policial con uno de sus afiliados, Martín, un corpulento cabo de 45 años. En la sala lo acompañamos Carina, su compañera, la abogada del sindicato y yo. Martín está vestido con ropas deportivas, rapado a cero, y se sienta inquieto en la silla. Sus primeras palabras las pronuncia con ceño fruncido y ojos desorbitados: “Yo convivo con el dolor, todo el tiempo tengo dolor. Yo, si me pregunta, tengo dolor porque tengo 48 lesiones, hombro dislocado, todo”.
A pesar de esta punzante intervención inicial, Carina es quien toma la iniciativa de la conversación. Nos explica que Martín está hace tres años certificado en el STIP5 por problemas psiquiátricos. En 2017 tuvo un accidente de tráfico que le causó severos traumatismos, y tras ello comenzó a sufrir ataques de pánico recurrentes. Tras una consulta con un médico del Hospital Policial, Martín decidió entregar el arma por voluntad propia y hasta este momento el médico no le ha dado de alta. En la actualidad percibe 5.500 pesos de STIP, sin aguinaldo ni compensaciones. Durante este largo período como receptor del subsidio, Martín ha considerado volver a reintegrarse al trabajo. Pero la junta médica no escucha sus pedidos. Además, se siente alienado. “No me adapto a la Policía de hoy. Capaz tengo otro chip en la cabeza. Yo ingresé en el 98 a la guardia de Granaderos, estuve en el GEO, estoy acostumbrado a otra cosa. Yo hoy veo a los policías en la calle con el celular, los veo como civiles uniformados. Se piensan que estar en la Policía es ir al supermercado. Los están matando y los policías ni lo ven. No puede ser que la Policía no se dé cuenta de la situación en la que estamos y no se cuiden. Estamos en una guerra”. Carina interviene con sarcasmo: “Es por esto que no le dan el alta”. Nadie se ríe.
Claudia nos explica que las juntas médicas son muy ineficientes, los médicos no dan abasto y los policías pasan largo tiempo esperando su dictamen. “¿Y entonces yo qué hago? A mí me preocupa mucho su salud mental, no sé qué puede llegar a pasar”, añade Carina, sugiriendo un escenario inquietante. Martín llevó la especulación un poco más allá: “Y… yo tampoco, el loquito está loquito”.
Yo no ingresé para esto
Los policías experimentan problemas de salud mental en espacios laborales variopintos. Es el caso de Gustavo, quien integra hace décadas la banda de músicos de la Escuela Nacional de Policía. Por una denuncia en su contra, Gustavo debió abandonar la banda y lo trasladaron a trabajar en el INR. Su nueva tarea consistía en trasladar personas privadas de libertad, algo que le generó muchísimo estrés. Escucho sus desventuras en una consulta jurídica sindical.
“El trabajo por el que entré yo a la Policía es para ser músico, di la prueba, gané y todo, pero fue por el tema musical, no por el tema policial. Pasé de estar sentado atrás de un atril a trasladar presos. Yo no ingresé para esto”. “¿Pero igual hacés carrera policial?”, le pregunta la abogada que lo atiende. Gustavo responde afirmativamente, diciendo que es cabo y desde 2010 trabaja en la institución. Tras el traslado, Gustavo se certificó por estrés.
En 2020 la jueza a cargo de la investigación de la denuncia contra Gustavo no encontró pruebas en su contra y su caso se archivó. Sin embargo, desde hace dos años continúa esperando a ser reintegrado a la banda. Durante ese período Gustavo tuvo un infarto por estrés, y se anotó en un programa de atención del estrés en el Hospital Policial. Además, una Junta Médica emitió una resolución recomendando que sea reintegrado a su trabajo en la banda musical de la escuela. Desde entonces Gustavo no volvió a concurrir a trabajar al INR, pero desde allí le insisten con que se reintegre. “Están locos, ¿cómo voy a ir al lugar donde me siento mal? No es mi lugar, los médicos me dicen que no lo haga, es volver a cero, casi me muero trabajando ahí”.
Prepararse para lo peor
Leandro es un sargento encargado de turno de una comisaría montevideana. Tiene 40 años y lleva 18 de policía. Encarna el tipo de policía muscular, fornido, de buen estado físico. Es un tipo jovial que en general anda de buen humor. Ama su profesión. No disfruta demasiado el trabajo administrativo porque lo aburre, aunque como encargado de turno dedica buena parte de su jornada laboral a tareas de este tipo. Lo que a Leandro le gusta, en cambio, es la calle.
Leandro tiene dos hijos varones de seis y nueve años de edad. Todas las mañanas, antes de salir a trabajar se sienta a desayunar con ellos y les habla de su trabajo. Les dice que ser policía es un trabajo arriesgado, y que tienen que saber que “capaz hoy papá no vuelve”. No se los dice para asustarlos, sino para que estén preparados “por si pasa algo”. “Ellos ven el informativo, ven cuando alguien mata a un policía, saben que es un trabajo feo, arriesgado. Es mejor que estén preparados para lo peor”, me dice. Sus hijos están acostumbrados, y con el tiempo naturalizaron estas charlas cotidianas, casi como un ritual matinal. Antes de salir, se funden los tres en un abrazo apretado y se despiden.
Si fuera posible, Leandro preferiría que en el futuro sus hijos no sean policías.
Policías quemados
La policía esta inundada de funcionarios que no aguantan más. Policías que están hartos del rigor, de la humillación, de la sanción, del hostigamiento, de las condiciones laborales inhumanas, de los horarios rotativos, de los traslados por quejarse del acoso de un superior, de la persecución sindical. Policías quemados, colapsados por el burnout y el estrés. Policías que no soportan más las condiciones que hacen del policial un trabajo de mierda.
Muchos de ellos –los que son baja por temas médicos– son etiquetados con una categoría envenenada del mundo policial uruguayo: el “yurista”. Circula en la jerga policial para etiquetar a los policías que piden partes médicos con regularidad. Por hacerlo sufren la burla y la estigmatización de sus superiores e incluso de algunos compañeros. Los “yuristas” fueron antes “blanditos”, policías que no consiguen soportar el rigor policial. Luego, cuando su cuerpo o mente dejaron de resistir devinieron en “quebrados”. Al quebrarse y solicitar partes médicos fueron etiquetados como “yuristas”.
Quizás haya “yuristas” o equivalentes en otras profesiones, pero en la policía el fenómeno sobresale por su dimensión. Y también sobresale porque las administraciones pasan y el problema prevalece. Tal vez sea por esa idea tan arraigada en el mundo policial de que para ser policía hay que sacrificarse y sufrir. Como me daba a entender aquel policía en un patrullero en una fría noche: lo que distingue a la policía de otras profesiones es que se ocupa de aquello que nadie quiere hacer. Un trabajo que, para tolerarlo, requiere estar preparado para sacrificarse y sufrir.
¿Pero es necesario que el trabajo policial se conciba desde esta gramática sacrificial? ¿Por qué los policías deben soportar abusos, maltratos y trabajar en condiciones deficientes? ¿No sería mejor que la formación policial se centrase más en la profesionalización que en el sufrimiento? ¿No sería mejor que el trabajo policial se orientase más hacia la eficiencia que hacia el sacrificio? ¿No sería mejor que la política, en lugar de dar órdenes de no aflojar, de celebrar la entrega, la abnegación, el heroísmo, de saludar solemnemente cuando un policía se suicida, se ocupe de reformar las lógicas, dinámicas de trabajo y relaciones laborales en las que están inmersos los uniformados? ¿No sería esa una buena política pública para los funcionarios policiales?
Quisiera terminar con un desenlace fatal. La historia de un cadete quebrado que lo dejó todo por la Policía. Transcurre allá por los años noventa, en el interior del país. Es la historia de un joven que ingresó a la escuela de cadetes aspirando convertirse en oficial. Harto de la presión, del hostigamiento, de la humillación, salió de licencia el fin de semana y se voló la cabeza con su arma de reglamento. Dejó una carta donde le pedía perdón a su madre y a su novia. La carta concluía con un mensaje especial: “Ah, me olvidaba, A LA MIERDA CON LA POLICÍA”.
Federico del Castillo
1) El “paso ligero” es una de las principales modalidades de desplazamiento colectivo de alumnos de la ENP. Consiste en un desplazamiento en formación grupal (en general en dos filas paralelas), trotando a un paso determinado, marcando el compás con las botas contra el suelo, con los codos apoyados contra el torso y los puños cerrados contra los pectorales.
2) “Clase” es la categoría del escalafón policial que agrupa a sargentos y cabos. En contextos de formación, su uso se aplica a cadetes de tercer y segundo año que supervisan a cadetes de primer año.
3) Compañía” es el nombre que reciben los dormitorios de la ENP donde las y los cadetes se alojan durante su régimen de internado.
4) Los nombres, por supuesto, no son reales.
5) El subsidio transitorio por incapacidad parcial (STIP) es un subsidio que reciben los policías certificados que comprende el 65% de su salario básico. La prestación es efectiva hasta 30 meses, hasta que una junta médica se expida sobre la situación sanitaria del funcionario. Todos los días aproximadamente un 12,7% de los funcionarios policiales están certificados por motivos de salud, y el 1,5% recibe el STIP. La asignación del STIP componía, en 2019, el 3,4% del presupuesto total del Ministerio del Interior.