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Algunas empresas públicas presentan cuentas con “excedentes” y otras arrojan “déficits crónicos”. Funcionan “bajo un régimen implícito de restricciones blandas” cuyo resultado “es potencialmente peligroso para la eficiencia” de las mismas. Son vistas como “motores de desarrollo” y, bajo esa premisa, prevalecen en su gestión de objetivos “políticos”.
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Eso plantean Leandro Zipitría y Rosario Domingo, del Departamento de Economía de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, en el estudio titulado “Regulación de empresas públicas en Uruguay: desafíos y perspectivas”, encargado por la Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua (Ursea).
El presidente de la Ursea, Daniel Greif, destacó a Búsqueda la “complejidad” que tiene la regulación de las empresas públicas debido a la “multiplicidad de objetivos” que las guían, en contraposición a la situación de una firma privada.
Afirmó que en el caso de las empresas estatales el lucro no es el factor determinante de la actividad. Y señaló que uno de los desafíos para el regulador está en lograr “esclarecer” los distintos objetivos para “aportar transparencia” y “herramientas que den mejora de eficiencia”. Se están diseñando instrumentos para ello, informó.
“Gran retroceso”.
Zipitría y Domingo advierten que “en los últimos años se observa un cambio de paradigma de las empresas públicas, donde las mismas son vistas como motor de desarrollo y, por tanto, los órganos reguladores resultan obstáculos para el cumplimiento de los objetivos políticos”. A su entender, esa cuestión representa “un gran retroceso no solo institucional, sino también para las propias empresas del sector. En la medida en que gran parte de ellas actúan en mercados monopólicos, los órganos reguladores son los únicos que pueden garantizar que estas empresas alcancen algún grado de eficiencia técnica en el uso de sus recursos”.
Tal retroceso —sostienen— “se ha verificado en una mayor libertad de las empresas públicas para actuar en sus mercados con prescindencia del entorno. Sin embargo, aislar a las empresas de la competencia, o de guías técnicas a la eficiencia es, como señala la literatura empírica, peligroso aun para las propias empresas, que ponen en juego su propia eficiencia que solo el regulador puede controlar”.
Los investigadores sostienen que los reguladores “deberían tener una mayor injerencia en los mercados donde las empresas públicas están sometidas a competencia del sector privado, o interactúan con él”.
Añaden que el “marco de referencia debería ser de potenciar la competencia en aquellos mercados en los que sea posible y mantener iguales reglas de juego para los agentes públicos y privados”. En ese sentido, consideran que la “separación contable de las actividades”, la “transparencia de los subsidios” que existen entre las áreas monopólicas y competitivas, y el “acceso a las plataformas monopólicas creando las mismas reglas que se instrumentarían si la empresa fuera privada en vez de pública”, tendrían que guiar al regulador para incentivar a las empresas públicas a “mantener la eficiencia en el uso de los recursos”.
El marco regulatorio
Antes de 1934, las empresas del Estado operaban bajo el mismo régimen jurídico que las privadas. Con la creación de las figuras de entes autónomos (UTE, Ancap y AFE) y servicios descentralizados (Antel, OSE, la ANP y la Administración Nacional de Correos) se instauró un marco de “control mucho mayor”, puesto que estas empresas no tienen libertad para fijar su presupuesto y otras variables económicas (tarifas, inversiones, nivel de endeudamiento, etc.) con independencia del Poder Ejecutivo, plantean en su estudio. El “principal problema” que resulta de esta situación es que “ninguno de los actores con poder de veto (Presidencia, Ministerio de Economía, Oficina de Planeamiento y Presupuesto o los ministerios sectoriales) en el proceso de control de las empresas públicas tiene los conocimientos específicos para comprender el funcionamiento de los mercados donde éstas operan”, señalan.
Los organismos reguladores específicos, como la Ursea y la Unidad Reguladora de los Servicios en Comunicaciones, se crearon a inicios de la década pasada con el objetivo de aportar criterios técnicos para “velar por el funcionamiento de los mercados” que tienen bajo su órbita de actuación. Pero, una vez más, la actuación del regulador se realiza “en la intersección entre la arena económica y política”, señalan Zipitría y Domingo. A su entender, “existe un margen claro” para que las agencias reguladoras “asesoren a los tomadores de decisión respecto a las particularidades técnicas de, por ejemplo, la fijación de tarifas, y la aprobación del presupuesto o de los planes de inversión. Para ello, proponen la creación de una “Agencia o Comité de control de las empresas públicas” integrado por todos los organismos con poder de contralor “incluido el regulador sectorial”.
Además, sostienen que las empresas estatales deberían contar con “guías claras respecto a lo que se espera de su gestión y a cuál será la cadencia de sus principales variables”. Advierten que actualmente las decisiones surgen sobre la marcha, “lo que quita previsibilidad” y “diluye las responsabilidades de la gestión”.
Fuente de recursos.
En el estudio también se menciona un aspecto controversial, y que a menudo se señala desde el sector privado, relativo a la contribución de los entes y servicios descentralizados al resultado fiscal, más que a objetivos empresariales de la naturaleza del negocio. Los autores se refieren al “uso” de las mismas “como instrumento del sistema político para relajar la restricción fiscal”.
La empresa que más aporta es Antel, seguida por UTE y luego la ANP. AFE es la única empresa receptora neta de subsidios por parte del gobierno central, y en el caso de Ancap, su contribución está asociada al pago de tributos. “Ello genera incentivos a que el Poder Ejecutivo utilice la tarifa para recaudar impuestos. A vía de ejemplo, la recaudación por IMESI de Ancap alcanzó en 2012 a U$S 450 millones, mientras que las transferencias de Antel, UTE y OSE sumaron U$S 105 millones”, señalan.
En otro orden, los investigadores afirman que existe una brecha entre las empresas reguladas y los órganos reguladores, tanto en materia de capacitación como de nivel salarial.
Sobre el asunto, Greif adelantó que está planteado que en 2015 la Universidad de la República comience a dictar un posgrado en regulación de empresas públicas. Apuntó que uno de los objetivos de la carrera es “aumentar la capacitación de los técnicos” de la Ursea y la Ursec.