En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Puede ocurrir en el Riachuelo, en sus aguas fangosas, quietas, contaminadas. Dos policías, abusivos y borrachos, se la agarran con unos delincuentes adolescentes y los tiran al agua fétida y aceitosa, esa que produce niños con cuatro brazos y ojos ciegos cerca de las sienes. Puede ocurrir que uno de los adolescentes sobreviva y regrese a su caserío a orillas del Riachuelo, aunque ya no sea el mismo. Puede ocurrir que en Buenos Aires exista un tour “de crímenes y criminales”, y que a su guía se le aparezca el Petiso Orejudo, un cruel asesino de niños que murió en 1944. Pero el guía está en 2014. Puede ocurrir que en una casa se oigan golpes que aterrorizan la noche, pero que solo escucha uno de sus ocupantes.
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
De esta naturaleza entre lo real y lo fantasmal se nutren los doce cuentos reunidos en Las cosas que perdimos en el fuego, de la escritora y periodista argentina Mariana Enriquez. Ambientados en Buenos Aires o en pueblos de provincias, estos relatos parten de un entorno reconocible que, en una transición casi imperceptible, desembocan en un misterio pegajoso, pesadillezco, que inquieta aún más por sus cercanías con la realidad más ominosa, esa que huele feo como el agua del Riachuelo.
El primer cuento se llama El chico sucio, y transcurre en el barrio Constitución, donde conviven narcotraficantes con travestis, embarazadas con los dientes podridos por el “paco” y delincuentes de toda calaña. También vive una diseñadora gráfica que se niega a abandonar la casa de sus abuelos y es testigo de la degradación de un barrio que conoció tiempos mejores. “Me gusta el barrio. Nadie entiende por qué. Yo sí: me hace sentir precisa y audaz, despierta”, dice la protagonista.
Y con sus sentidos bien alerta, esta mujer descubre a un niño de cinco años que vive con su madre, casi adolescente y embarazada, en la calle frente a su casa, con unos colchones arruinados por cama. El niño tiene una mugre tan antigua como su edad, el ceño fruncido “y, cuando habla, la voz cascada”, comenta la narradora, quien lo ha visto fumar con otros niños en el subte.
Este cuento, uno de las mejores del libro, narra una historia que se parece a tantas otras con niños sucios como el personaje e igualmente abandonados a su suerte. Pero lo fascinante y al mismo tiempo aterrador es el paulatino descenso a un infierno que se esconde tras altares de gauchos milagrosos y otros “menos amables” que surgen detrás de la estación de trenes.
Y lo más atractivo es el estilo narrativo de Enriquez, que con breves descripciones puede hacer palpable lo más perturbador: “La madre del chico sucio abrió la boca y me dio náuseas su aliento a hambre, dulce y podrido como una fruta al sol, mezclado con el olor médico de la droga y esa peste a quemado; los adictos huelen a goma ardiente, a fábrica tóxica, a agua contaminada, a muerte química”.
Los protagonistas del libro son, sobre todo, mujeres: unas adolescentes autodestructivas y sin rumbo que viven en una época de apagones y presidentes que abandonan antes de tiempo el mando; una “princesa de suburbio” con un solo brazo y final incierto; unas niñas que quieren hacer el mal en una hostería y terminan orinándose de miedo; una joven que ve desaparecer a su ex novio tras un punto tintineante en la pantalla de su computadora.
Todo está condimentado con la mirada aguda y tenebrosa de la escritora, que se detiene tanto en el aspecto lastimoso de un cura joven y villero “cargado de una oscura desesperanza”, como en lo más sórdido de la deep web, los sitios que no aparecen en los buscadores de Internet y en los que se venden “drogas, armas, sexo” y los videos más repugnantes.
El último cuento Las cosas que perdimos en el fuego, es una historia incendiaria, pero los que arden no son los libros ni las casas ni los parques. Quienes se inflaman son las mujeres. Y hay que leerlo para sentir el olor a carne humana quemada con nafta o con alcohol “aunque detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido”.
Mariana Enriquez nació en Buenos Aires en 1973. Es periodista y subeditora del suplemento Radar de Página/12. Ha escrito un perfil de Silvina Ocampo, tres novelas, los libros de cuentos Los peligros de fumar en la cama y Cuando hablábamos de los muertos, además de relatos de viajes.
Las cosas que perdimos en el fuego exhibe la potencia de su narrativa, que se apoya en su gusto por el mundo dark y gótico, por la amargura de los desconsolados. “Siempre fui una chica oscura”, dijo Enriquez en una entrevista donde explica su tendencia a escribir sobre lo macabro. “La gente triste no tiene piedad”, dice en uno de sus cuentos. Y puede sonar rotundo y exagerado, pero después de leer este libro, hay que fijarse mejor en la gente sin sonrisa, en esa que siempre da miedo.
Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez. Anagrama, 2016, 197 páginas, $ 700.