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Casi no hay preámbulos. La catástrofe se desata en cualquier momento y en cualquier lugar. En este caso dentro de un auto detenido en medio de un atascamiento de tránsito en una avenida de Nueva York. Allí va una pareja con dos hijas chicas, hablando de cuestiones cotidianas donde todo es armonía y comprensión, en fin, una de esas familias modelo donde el padre es nada menos que Brad Pitt, funcionario retirado de la ONU, justamente para pasar más tiempo con su mujer y sus nenas y olvidarse de las amarguras de este mundo.
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¿Es ello posible? No. En un minuto, algo horrible va a pasar allá atrás, donde es difícil ver qué es ese tumulto, por qué la policía le dice que no se baje del auto y por qué es conveniente huir rápidamente cuando cientos, miles de zombis hambrientos arrasan la ciudad mordiendo a cuanto ser viviente se les cruza, con el inconveniente de que cada mordido se transforma y en cuestión de segundos sale a morder a otros, con los ojos desorbitados, los dientes afilados y una velocidad terrorífica para abalanzarse sobre gente paralizada de miedo y segura víctima de la peste que se multiplica a razón de uno por mil en pocos minutos.
Ese comienzo es tremendo, porque apenas la cámara sigue a Brad Pitt y familia en desesperada huida hacia no se sabe dónde, el fotógrafo se contagia de la locura reinante y emplea tomas aceleradas, desenfoques, ángulos distorsionados, con el pulso a mil y la respiración entrecortada para de pronto, en un plano secuencia desde las alturas, mostrar hasta qué punto la invasión es realmente tremenda y cómo los miles de zombis monstruosos (no son muertos vivientes, están contagiados de una peste desconocida) se agrupan, se apilan, forman racimos que parecen hormigas enfurecidas contra las cuales las balas son insuficientes. Habría que tener miles, millones de soldados armados a guerra para parar a esa horda siniestra, pero basta que uno sea mordido para que luego contagie a veinte o cuarenta. Nada los puede parar.
Así empezaba también Guerra de los mundos de Steven Spielberg (2005), pero acá no son alienígenas malvados que vienen a destruir la humanidad para quedarse con el planeta. Es una peste originada no se sabe dónde ni por qué, y eso es lo más terrorífico. Como en Los pájaros de Alfred Hitchcock (1963) el desconcierto de los protagonistas es total, porque no se sabe de dónde viene la cosa, no hay forma de pararla y no hay refugio posible porque todo el mundo está pasando por lo mismo. Pero caramba, ¿para qué tenemos a Brad Pitt? El ex funcionario de la ONU, que no dice cuál fue su tarea anterior, pero se intuye que no anduvo en cosas muy limpias, está preocupado por su familia. Como Tom Cruise en la película de Spielberg, su mayor afán es protegerla contra todo mal, aunque en este caso deba dejarla al cuidado de las fuerzas militares para ir a buscar el origen de la pandemia y su ocasional antídoto. Acá empieza la segunda parte de la historia, que borra con el codo lo bueno que tenía la primera.
En la base de todo hay una novela de Max Brooks (hijo de Mel y Anne Bancroft), pero el guión escrito por tres libretistas sobre argumento de otros dos, prefiere volcarse a la aventura física de gran despliegue (y con efectos en 3-D) donde Pitt es un superhéroe (no un padre desconcertado y abnegado como Cruise) que arriesga varias veces el pellejo para evitar la mordida fatal y juega más de una vez con esa famosa “suspensión de la credibilidad”, en parte porque es el productor de la película y en parte porque su personaje carece tanto de matices como de antecedentes, lo que permite que sea capaz de cualquier cosa, porque, total, la película es una especie de Clase Z elevada a la categoría de blockbuster por su mera presencia y por el presupuesto invertido. Pero nada más.
Por cierto que hay espectáculo a raudales como esa secuencia en Corea, bajo lluvia torrencial y llena de suspenso, o la otra impresionante en Jerusalén, con tomas aéreas donde la digitalización muestra todo su poderío visual. Pero en el fondo, esto parece el piloto de una serie que promete continuar, si Pitt recauda lo suficiente como para entusiasmarse. Quien puede no entusiasmarse es el espectador, o al menos el público exigente que reclama un libreto más trabajado, situaciones más plausibles y un director con más personalidad que Marc Forster. A fin de cuentas, en la Edad Media ya se usaban armaduras, mucho más efectivas contra las mordidas que cientos de balas que no alcanzan para exterminar a millones. A nadie se le ocurre esa solución tan simplota (y de Clase Z), pero un mínimo de lógica interna no vendría nada mal.
“Guerra mundial Z” (World War Z). EEUU/Malta, 2013. Dirigida por Marc Forster. Escrita por Matthew Michael Carnahan, Drew Goddard, Damon Lindelof, sobre historia del primero y de J. Michael Straczynski, sobre novela de Max Brooks. Duración: 116 minutos.