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    Los peringundines

    Se ha dicho, y con razón, que el tango nació baile —una danza simple, casi precaria, saltarina y alegre— creado por los negros esclavos llegados al sur de América, y después por los que fueron liberados.

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    Y al intento de describir los lugares donde se practicaba, mucho ayudaron ciertas generalizaciones, sin mayores detalles más que trazos gruesos, simples, acaso nombres genéricos: Quilombos (básicamente en Brasil), Casas de Negros, Casas o Sitios de Tango, allá perdidos en los arrabales más pobres o en rincones de los puertos del Río de la Plata, donde los marginales se permitían soñar, iluminados por precarias luces y ahogados por el humo del tabaco y el fuego del alcohol.

    Y en ese devenir, que permitió evolucionar al tango cuando se agregó la influencia de la inmigración europea y el aporte campesino, se llegó a una pintura más precisa, cuya imagen vive y lucha, de las milongas y las academias de baile. Sin embargo, por el camino se perdió el ámbito exacto donde todo comenzó, cuyo nombre ha quedado prácticamente obsoleto, y cuya importancia iniciática se fue diluyendo en los rincones de la memoria al paso de los años.

    Ese ámbito fue el peringundín —también llamado piringundín y canguela—, definido como el antecesor no solo de milongas, academias y primeros cabarés, sino de los prostíbulos de cierta categoría que luego pulularían en diferentes barrios —ya no marginales— de Buenos Aires y Montevideo: un espacio oscuro, sucio, unos bares de ínfima categoría donde se expendían licores y se bailaba, primero entre hombres y luego en pareja con mujeres de “mal vivir”. Es el momento cuando los cuerpos de macho y hembra empiezan a abrazarse y a rozarse con una sensualidad que el tango, pese a todo el terreno que recorrería, jamás perdió.

    Y como toda cosa de la que no ha quedado testimonio o documento certero, el origen del peringundín es, a la luz de tanto esfuerzo por desen­trañarlo, un verdadero cambalache de historias para contar a quienes van entrando a este hogar acogedor.

    Hay hipótesis graciosas. Como la que asegura que el nombre surgió, por imperio del mal hablar de la gente, al deformarse los apellidos de los dueños de un célebre prostíbulo rosarino: Pérez y Gandín. Otra, que va por la misma senda, sostiene que Pérez Gandín era el nombre de una sola persona, un modesto acordeonista que tocaba en ese lugar y que permitió al ingenio popular la frase, luego recogida en un estribillo de un tango de Villoldo: Hoy cobré y rajé/ con la guita pa’l peringundín.

    Está también aquella que dice que los dos primeros propietarios de un local de este tipo, inmigrantes italianos, lo llamaron así como derivación de una danza francesa —le perigardin— de la que gustaban los genoveses.

    La historia grande del tango lo ha olvidado, pero los peringundines, a inicios de la década de 1830, se multiplicaron en Montevideo, Rosario y Buenos Aires, caso del más antiguo, grosera y equívocamente denominado La Academia de Pardos y Negros. Se cobraba a cada varón un real por baile, mientras las pupilas recibían, como única paga por toda la noche, dos pesos, en ese tiempo identificados como “bolivianos”.

    Ahora muy pocos lo recuerdan, pero de los peringundines surgieron, al discurrir de las décadas, los primeros grandes bailarines del tango. Entre las mujeres, La Morena Agustina, Clotilde Lemos, las pardas Refucilo, Flora y Adelina, la negra Roca, la mulata María Celeste, La Voladora y Aurora; entre los hombres, los negros Cotongo y Bengrata y Alejandro Vilela (también pianista), al tiempo que en Montevideo sentaban sus reales, en distintas épocas, la parda Deolinda, la Morena Sixta, el negro Hilario (payador de oficio), el negro Casimiro —violinista que formó el primer conjunto de tango que se recuerde junto al clarinetista Mulato Simpson— y nada menos que uno de nuestros grandes próceres de la música popular ciudadana: Pintín Castellanos, entonces jovencísimo.

    No deja de ser curiosa la bruma que ha envuelto a los peringundines, siendo que su actividad no solo se extendió hasta comienzos de 1930, sino que, escasos pero vigorosos, cambiaron su aspecto y hasta se instalaron en otrora impensadas zonas de las capitales platenses.

    Por algo Enrique Cadícamo compuso el primer tango que le grabó Gardel, en 1925, Pompas de jabón, en una de cuyas partes la letra dice: “Que en los peringundines de frac y fueye/ bailás luciendo cortes de cotillón,/ y que a las milongueras, por darles dique,/ al irte en tu “camba”, batís allón…”.