N° 1970 - 24 al 30 de Mayo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUna democracia deliberativa y abierta presupone debates frontales, muchas veces ásperos. En estos intercambios no hay lugar para posturas incontaminadas y asépticas. Las posiciones en pugna representan, a veces, matices sobre cómo enfocar ciertos problemas, pero en muchas ocasiones las diferencias tienen un sustrato filosófico profundo y su explicitación es síntoma de buena salud democrática.
No obstante, el debate de ideas no puede ni debe darse en el vacío. Diversas fuentes alimentan la discusión pública —desde los avances del conocimiento en distintas áreas hasta el aprendizaje resultante de la propia confrontación política— y permiten construir argumentaciones discernibles, superadoras de los prejuicios individuales y colectivos.
Un componente central es la calidad de la información que nutre a las contiendas políticas. Sin sistemas de información cuya veracidad es aceptada por todas las partes, no solo la vida democrática pierde anclaje —al final de cuentas, el concepto de hechos alternativos o posverdad acuñado en la era Trump no es otra cosa que negar la relevancia de la información pública en la confrontación política—, sino que aspectos centrales de la dinámica institucional, la aplicación de normas o incluso de la vida cotidiana de los ciudadanos entran en cuestión. La distribución asimétrica de la información determina posiciones dominantes de unos agentes con respecto a otros. No es de extrañar que los Estados se hayan preocupado tempranamente por construir sistemas de información públicos, que provean de insumos creíbles para todas las partes y coadyuven a mejorar la calidad de las interacciones sociales; en particular en situaciones de conflicto e intereses contrapuestos.
Las estadísticas nacionales construidas desde el sector público aportan información en aspectos tan diversos como el crecimiento económico, la evolución de precios y salarios, indicadores sanitarios, educativos, migratorios, etc. Su lectura no es neutra: distintos actores pueden darle una interpretación más o menos promisoria o identificar detrás de su evolución perspectivas antagónicas. Los sistemas estadísticos no eliminan la discusión, la alimentan. Pero ese debate parte de una base común de aceptar como veraz la información provista. Las estadísticas nacionales son uno de los factores que determinan el escenario sobre el que se desarrolla la confrontación política.
En Uruguay, incluso las luchas más acérrimas transcurren por canales que no pasan por acusar de manipulación de la información a las entidades gubernamentales. Se acepta la calidad de la información provista, a la misma vez que suele demandarse más información no producida o controlada por el Estado. A título de ejemplo, en las negociaciones salariales colectivas no se cuestiona ni la evolución del nivel de actividad sectorial, ni de los salarios ni de los precios, variables clave en esta instancia. Cámaras empresariales y sindicatos suelen solicitar o agregar más información con el objetivo de inclinar los resultados de la negociación hacia uno u otro lado, pero no es un elemento presente en la dinámica cotidiana desacreditar las estadísticas provistas desde el Estado, valoradas por las partes como un bien público.
En este plano, la salud institucional del país es comprobable. Por supuesto, existieron situaciones puntuales donde desde la actividad política se intentó acusar al gobierno de turno de usar las estadísticas nacionales con fines espurios. No hace muchos años, un intendente afirmó que los datos de desempleo estaban manipulados. Su prédica sonó en el vacío y varios de sus correligionarios, en particular técnicos, se encargaron de señalar el desacierto. Fue cuestión de días para que el autor del desatino se retractara.
Un evento similar acaba de protagonizar uno de los principales voceros del movimiento de “autoconvocados”. En un acto público, aseveró: “Estamos hartos que se nos falte a la verdad afirmando que la pobreza ha bajado en el país cuando aumenta el desempleo… las cifras que brinda el gobierno no son las correctas”. Un cuestionamiento de esta envergadura no puede pasar desapercibido. Dadas sus implicancias debe aportarse evidencia que avale tal afirmación. Las estadísticas de pobreza elaboradas por el Instituto Nacional de Estadística se construyen a partir de una metodología documentada y en ella participan decenas de técnicos y funcionarios. Corresponde que quienes acusan señalen con precisión quiénes están mintiendo y dónde está la falsedad. Ayudaría, de paso, que aportaran alguna pista sobre las que serían, a su criterio, las cifras correctas. De lo contrario, se está dinamitando la credibilidad de las estadísticas nacionales bajo el paraguas del prejuicio —su evolución no se condice con la “intuición” del disertante— o para obtener réditos políticos de corto plazo.
Seamos claros. Cualquier indicador puede ser cuestionado, tanto desde la perspectiva de su pertinencia como de su construcción metodológica. Los sistemas de información pública no son un mundo de perfección idílica, impoluto de errores, mediocridades o ausencia de visiones críticas.
Tampoco los sistemas de indicadores son inocuos ni dejan de estar influidos por acontecimientos políticos. Angus Deaton (premio Nobel de Economía 2015) lo expresa con maestría: “Las estadísticas de pobreza son parte del aparato del Estado diseñado para gobernar, (…) para tratar de impedir que la gente caiga en la indigencia frente al infortunio; son parte de la maquinaria de Justicia. Su existencia marca la aceptación por parte del Estado de la responsabilidad para combatir la pobreza, (…) estas estadísticas permiten al Estado ‘ver’ la pobreza. Como pasa siempre, así como es difícil gobernar sin medición, no hay medición sin política”.
La aseveración de Deaton no es ajena a la política uruguaya. Hasta el año 2002 el país no contó con estadísticas oficiales sobre pobreza. Las estadísticas disponibles provenían de organismos internacionales —donde la construcción de las líneas de pobreza tiene como eje la comparabilidad internacional y no la identificación a escala nacional de las condiciones de privación— o de investigaciones académicas. El Estado uruguayo decidió “no ver” a la pobreza desde sus estadísticas públicas. Toda una metáfora del lugar que ocupaban las políticas de combate a la pobreza dentro de las prioridades gubernamentales.
Hay muy buenas razones para repensar el sistema de estadísticas que se aproximan a medir la pobreza, incluso cuando se piensa en este fenómeno desde una perspectiva unidimensional, asociándola solo a ingresos deprimidos. Una de esas razones es la propia evolución de la pobreza, que al ubicarse por debajo de 10% obliga a plantearse objetivos más ambiciosos. No es casual que el valor de las líneas de pobreza es más alto, en términos reales, cuanto mayor es el nivel de desarrollo de los países. Pero dentro de esas buenas razones no se encuentra la desacreditación de las mediciones actuales como instrumento en la confrontación política.