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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáFinalizado el proceso con la elección, postergada pero inevitable, de Luis Lacalle Pou como presidente electo, la realidad nacional en toda su magnitud, por momentos inabarcable e insondable, lejos de aburguesarse, nos depara temas relevantes cada día. Al cierre del Campeonato Uruguayo, quisiera usar este espacio para hablar del tema excluyente del mes: el asesinato del joven Lucas Langhain.
En el contexto de un extenso período entre gobiernos, cuando gobierna todavía uno pero el otro ya quiere, cuando cualquier resolución o propuesta está teñida de especulación, en medio de este post-carnaval electoral, la danza de nombres, y la danza de los formalismos pretenciosos, al decir de Rafael Hernández, se nos ha muerto “como del rayo” este chico de veinticuatro años, Lucas Langhain. Un disparo “invisible y homicida”, todavía anónimo cuando escribo estas líneas, lo “ha derribado”. A él, sus sueños, su ilusión, su futuro. Sin ánimo de abusar, recurro a una última metáfora tomada del poeta: no podemos perdonar “a la vida desatenta”. Nosotros, los habitantes de este país, los que acabamos de votar un parlamento y un gobierno, los que salieron a festejar y los que se fueron cabizbajos, esas dos mitades atravesadas por no sé bien qué “grieta”, no deberíamos perdonar ni perdonarnos.
Ahora ya Bonomi ha pagado el precio de su soberbia. Me pregunto qué sentirá Jorge Larrañaga, cuando en vísperas de ser formalmente nombrado Ministro del Interior, hay un chico de la edad de sus propios hijos asesinado. Ese asesinato le espeta en el rostro a qué deberá enfrentarse a partir de marzo próximo. El asesinado es hincha de Nacional, pero no había ido al partido, sólo festejaba. Acongojó al pueblo tricolor, pero es la desesperanza de toda una sociedad ante lo absurdo, lo impune, lo incomprensible. Vino a ser abatido arbitrariamente en este período en que una autoridad está moribunda y la otra todavía no está presente. Es tan absurdo, tan innombrable, que por unas horas hubo confusión de nombres e identidades. Más que nunca, desde el domingo de noche, todos somos Lucas Langhain. Es el hijo por el cual todos tememos, sólo que en este caso, sus padres lo han perdido para siempre.
En este contexto me pregunto si el país no ha perdido para siempre el camino de regreso a un estilo de vida. A medida que pasan las horas, he pensado que tengo la bendición de que mis hijos no sean hinchas del fútbol, que ir a una cancha o a festejar un triunfo o rumiar una derrota no está entre nuestras actividades. Lo digo con todas las letras: no sé cómo hay padres que se arriesgan al fútbol con sus hijos. Las balas perdidas, y muchos menos las dirigidas, siempre encuentran destino.
El deterioro social, la penetración de la droga, la violencia que se expresa en torno a un partido de fútbol y su narrativa, pueden controlarse por medio de cámaras, operativos, represión… pero en definitiva, tal como lo vimos el domingo, sólo corren las fronteras un poco más lejos. Siempre habrá un “Far West” donde alguien dirime algo a tiros. Borracho, drogado, exaltado, no importa: el asesinado no resucitará cualesquiera sean las causas del disparo fatal.
A poco de terminado el partido en cuestión, un periodista de televisión entrevistaba a un encargado de la Policía Metropolitana acerca del operativo en el Estadio, en lo que él denominaba zonas 1 y 2. El oficial declaraba, en su lenguaje técnico, que el operativo había sido exitoso y no había habido episodios de violencia vinculadas al evento. No puedo saberlo, pero seguramente no había pasado una hora cuando a no más de un kilómetro de allí era abatido Lucas. Otro sería el operativo, pero en los hechos, LA final del Campeonato Uruguayo se cobró una víctima. Mientras el plantel de Nacional era todo juventud y festejo en la cancha, un joven de su misma edad sería asesinado un rato más tarde en el duro pavimento de una vereda montevideana.
Meterse con el fútbol no es para cualquiera, mucho menos para mí. Consumo fútbol como entretenimiento, pero al mismo tiempo me deja perplejo la violencia que trasunta. No voy a las canchas, no soy hincha, no celebro públicamente ni siquiera los triunfos de la Selección; soy un consumidor pasivo y hasta indiferente, pero al mismo tiempo crítico. La violencia que se desata en los programas donde la audiencia es invitada a opinar es sólo la punta del iceberg de una agresividad contenida que se dispara cada tanto, como para confirmar su inevitabilidad y nuestra impotencia.
Una vez asesinada la víctima todos los actores jugarán su rol: los directivos, los periodistas, los editores, los propios futbolistas… pero el único muerto es la víctima. Nadie rechaza la Copa, nadie habla de suspender el fútbol, nadie habla de jaquear una industria que mata y destruye. De ser factor de identidad nacional, el fútbol y sus derivaciones se ha convertido en perversión nacional. No sólo a nivel del manejo económico y humano de sus protagonistas, sino a nivel de sus consecuencias sociales.
Lo que no se expresa en el período de transición democrática entre políticos se expresa en medio del fervor de un triunfo futbolístico. La corrección política de nuestros presidentes, saliente y entrante, poco tiene que ver con el odio que destiló aquel cuyo dedo apretó el gatillo. He ahí “la grieta”, y la nuestra es nuestra, tanto como la de nuestros “hermanos argentinos” es suya.
Hagámonos cargo.
Ianai Silberstein