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    Mi viejo

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2251 - 16 al 22 de Noviembre de 2023

    , regenerado3

    A las 4.45 de la madrugada del martes 14 de noviembre, veo el pecho desnudo de mi papá subir, bajar y quedarse quieto. Me acerco a la cama del block de urgencia y tomo una de sus manos mientras con la otra le busco el latido. Debajo de los tubos que se desparraman como gusanos transparentes sobre su pecho, su corazón dice “no va más” y se detiene también. Miro su cara tranquila, cubierta por una mascarilla de oxígeno que empieza a desempañarse. En ese instante entiendo que mi papá se va, que se fue. Y siento como el agujero de su ausencia comienza a abrirse paso en mi pecho mientras, al mismo tiempo, su presencia inmensa se instala definitivamente en el resto de mí. Mi viejo, Egardo Dante Santullo Valcada, el Polo, muere sin dolor, en paz, tan sereno como fue.

    Después de que la doctora de guardia confirme su fallecimiento y tras hacer el trámite de defunción, salgo a la calle a esperar que llegue mi familia, a quien acabo de avisar. Afuera está clareando, aunque el sol todavía no asomó. Me saco la mascarilla, respiro hondo y me siento en un murito. Los pájaros corean al día que llega y una brisa fresca llena mis pulmones. Y entonces, con los ojos aún empañados y la mandíbula tensa, recuerdo una charla que tuvimos hace unos años con mi padre. Como muchas veces en mi familia, la conversa de sobremesa dominguera va sobre política. Que si las utopías son por definición inalcanzables, si está justificado o no el precio que muchas de ellas ponen como peaje, si las utopías que se llevaron a cabo fracasaron. La clase de charla que a muchos haría atragantarse los ravioles y que para nosotros era como el vino que ayuda a bajarlos.

    “Puede ser todo lo que ustedes dicen”, concluye mi padre, un poco ofuscado, “pero lo que no estoy dispuesto a hacer es renunciar a mi utopía, a que las cosas se pueden hacer mejor, de manera más justa, a que no tiene por qué haber pobres o gente que no tenga educación o salud. A que el mundo puede ser mejor de lo que es, aunque ustedes digan que no está tan mal”. Recuerdo la charla y pienso que de alguna forma mi viejo fue consecuente con lo que planteaba en su utopía. No porque sus ideas se hayan llevado a cabo de manera plena en todas partes. Más bien al revés, porque con su actuar íntegro (concepto que no está de moda, en tiempos de pasarela global) de alguna forma logró que esa utopía que él anhelaba fuera realidad para su entorno. Para su familia inmediata, con quienes siempre fue justo, superafectuoso y transparente. Para sus amigos, de quienes siempre fue incondicional. Y hasta para sus vecinos de Villa Muñoz, donde vivió desde que volvimos de México en 1985 hasta que murió la madrugada del martes.

    Según la RAE, en su segunda acepción, íntegro es lo que se dice “de una persona recta, proba, intachable”. Mi viejo fue las tres cosas para todos los que tuvimos la suerte de tenerlo cerca. Lo digo como hijo suyo pero es algo que cualquiera que lo haya conocido mínimamente puede confirmar. De pocas cosas estoy tan seguro como de la integridad de mi padre. De hecho, creo que en los últimos años su utopía tenía más que ver con ser capaz de regirse de manera completa por esa clase de moral y coherencia antes que por la adherencia a un proyecto político-partidario concreto. Quizá decepcionado con los resultados de las revoluciones exteriores, mi viejo se abocó a su revolución interior y la ganó por goleada.

    Decir, hacer y ser. Es difícil obtener la integridad en esa tríada. Y esa es la primera acepción de íntegro: “Que no carece de ninguna de sus partes”. Conozco multitud de personas que dicen que hay que hacer A para luego hacer efectivamente B y terminar siendo C. De hecho, hemos aceptado eso como moneda corriente en muchos proyectos colectivos. Mi viejo en cambio, no sé si intencionalmente o no, jamás perdió ninguna de sus partes por el camino. Cuando fue militante político lo fue de manera completamente desinteresada y no como parte del quid pro quo de quien espera obtener algo a cambio. Jamás se postuló o pidió cargo alguno y, como ciudadano raso que era, fue capaz de darle un plus a todos sus vínculos y afectos. La primera misión del revolucionario, esto lo digo yo, es dar coherencia a sus actos. Y la coherencia solo se obtiene con la integridad, en sus dos acepciones. Mi viejo fue íntegro en las dos. Un revolucionario cabal.

    Hace un montón de años, en México, volviendo de alguna fiesta, con un par de copas encima (rarísimo en él), mi papá me paró en la entrada del edificio de casa y me dijo: “Estoy orgulloso de vos, jamás me fallaste”. El arranque de sinceridad me encantó y me pareció cómico, así que le contesté: “Dame tiempo y lo arreglo”. Nos reímos los dos, yo con 17 años, exultante de que mi viejo pensara eso de mí, él algo toquinho, supongo que orgulloso de que alguien en la familia recogiera la antorcha de su ironía. Una ironía que nunca era sarcasmo, aunque podía llegar a llenarle las pelotas a mi madre. He intentado desde entonces ser el continuador de su mezcla de dad jokes, malísimos juegos de palabras y un cálido espíritu burlón. No sé si lo he logrado pero intentarlo lo he intentado. Por ejemplo, hace un par de años mi padre, que jamás se había dejado crecer un pelo en la cara, decidió, a los 80, dejarse un poblado bigote. “Te queda genial”, le dije, “parecés el Goyo Álvarez”. Quizá no sea el chiste más amable para hacerle a alguien que estuvo preso durante la dictadura y tuvo que exiliarse con su familia, pero lo cierto es que los dos nos reímos a carcajadas. “Ahora, en serio, te queda bárbaro”, le confesé cuando pasaron las risas. Y era verdad, le quedaba genial el mostacho tardío.

    Un aprendizaje más de juventud: todos los sábados mi padre me llevaba a los partidos de fútbol que yo jugaba con el Club América. No importaba si eran en Villa Coapa (extremo sur) o Tlalnepantla (extremo norte), mi viejo siempre estaba atrás del arco donde yo atajaba. Y en todos esos partidos jamás se dejó llevar por el “entusiasmo” y ponerse, como otros padres, a insultar al juez o a los pibes rivales. De hecho, cuando eso pasaba mi padre jamás dejaba de señalar esos gritos como algo que estaba radicalmente mal, que había que evitar a toda costa. Y acá pienso en que no llegó a saber si su adorado Miramar Misiones sube a la A este año. “Venimos muy bien”, me dijo el domingo pasado, “le ganamos a Oriental”, como quien dice “le ganamos al City de Guardiola”.

    Hay una canción de Silvio Rodríguez que se llama El necio, que en su estribillo resume para mí la clase de tipo que fue mi padre: “Yo no sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui, allá Dios que será divino, yo me muero como viví”. Gracias por ser, como mamá, la excepcional gallega Maruja, el ancla que nos dio recursos afectivos e intelectuales para ser gente de provecho, sin maldad ni doblez. Gracias por ser el faro al que se podía, se puede y se podrá recurrir en las tormentas más duras que todos, en un momento u otro, estamos abocados a enfrentar. Gracias por ser una referencia ética absoluta, por la solidez y por el amor incondicional. Te adoro, viejo. Te llevo adentro para siempre. O por lo menos hasta que mi propio pecho suba y baje una última vez.