Ermelinda Spinelli vino al mundo con el misterio bajo el brazo, despertó fuertes amores entre los hombres y murió envuelta en el drama de la decadencia.
Ermelinda Spinelli vino al mundo con el misterio bajo el brazo, despertó fuertes amores entre los hombres y murió envuelta en el drama de la decadencia.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáTras años de investigaciones e intentos de que ella dijera la verdad, nadie pudo develar dónde ni en qué año nació, ni sus antecedentes familiares: algunos afirmaron que era italiana y había llegado de niña al Río de la Plata, y otros se aferraron a un alumbramiento en Buenos Aires, coincidiendo ambas hipótesis solamente —aunque nunca se mostró prueba documental— en que había nacido en fecha indefinida de 1884.
Si un supuesto pariente o tutor la anotó, uno podría preguntarse: ¿a santo de qué tamaño novelón?
Es que Ermelinda se convirtió en Linda Thelma, la más precoz tonadillera y cantante de tangos que la historia recuerde: debutó a los seis años en sitios poco recomendables y más tarde desató, ya veinteañera, una polémica que sigue viva acerca de quién fue la primera mujer que cantó y grabó tangos en la Guardia Vieja, si ella o la recordada Pepita Avellaneda.
Linda Thelma alcanzó popularidad y un generalizado enamoramiento masculino luego de debutar como actriz, en 1904, en la compañía de Jerónimo Podestá, agregando el canto cuando pasó a trabajar en el teatro Roma de la capital argentina, con Guillermo Battaglia y Atilio Supparo.
Dijo, años después: “Ah, no fue fácil. Ahí no se aceptaban textos decentes ni damas que quisieran pasar por tales”.
Comenzó a grabar tangos, al principio con aire de zarzuela, para los sellos Odeón y Era, en 1908. Fueron 14 canciones, cinco como solista —entre ellos los tangos El pechador y El pilluza y el estilo Viejo perdido— y las restantes a dúo con Ángel Villoldo, incluyendo El marido borracho y El lechero y la sirvienta.
Linda, a los 20 años, era una esbelta morocha de grandes ojos oscuros que solía presentarse vestida con atuendo gauchesco masculino, adelantándose a Azucena Maizani, y cuya belleza, según los críticos de esos años, se imponía a su voz de tiple, muy aguda.
Sea por lo que fuere, avanzó hacia los mejores escenarios rioplatenses, donde además de cantar tangos hizo comedia y varieté, “encarnando —se dijo entonces— un tipo exacto de criolla que, sin embargo, se movía con la audacia de un guapo en los pasos de baile”. Viajó por América y España, actuó en el Moulin Rouge de París invitada por madame Rassimí, que la había visto en Buenos Aires, y Canaro la convocó para ser su cancionista durante una presentación en El Mirador de Nueva York, distinción a la que renunció por una pasajera enfermedad.
Superado ese trance, y previsto el regreso a Argentina, le ofrecieron un contrato en Lima, en 1929, para ser la estrella de una compañía local muy popular.
Pero el destino le tenía reservada a la hermosa joven del misterioso origen una jugada que le cambiaría la vida.
Y no fue para su bien.
En la capital peruana conoció al presidente en ejercicio, Augusto Bernardino Leguía, devenido dictador. Se enredó sentimentalmente con él, aceptó quedarse en Lima para convivir y, en un rapto emocional quizás difícil de explicar a tanta distancia temporal, abandonó su carrera.
Al año siguiente los militares derrocaron a Leguía, lo encarcelaron, y deportaron a Linda Thelma.
De vuelta al pago, se topó con lo que no había imaginado. Quiso volver a las tablas y reverdecer laureles y la crueldad del rápido olvido, que siempre acecha a los artistas populares en ciertas circunstancias, y una competencia más al gusto del público, la llevó al fracaso. Escribió Héctor Palazzo: “Se presentó como ‘número vivo’ en un cine de Constitución, ante los bostezos de la menguada platea, y terminó cantando, entre las risas y burlas de los espectadores, en un cabaré del Bajo durante dos o tres veladas que para ella fueron una tortura; vestía un arrugado vestido de fiesta y su figura ya no era fina ni atractiva”.
Hacia 1933 la revista Sinfonía la recordó como “una gloria pasada” y solo volvió a vérsela en 1937 con un ramo de flores rojas en el sepelio de José Ricardo, que había sido guitarrista de Gardel y buen amigo suyo.
En 1939 la afectó una grave enfermedad y murió el 23 de julio en el hospital Rawson; sus restos descansan en el panteón de actores del cementerio de la Chacarita.
En 1917 había sido tapa de Mundo Argentino, con el título de “La gran cantante argentina de aires nacionales”.
Dijo un coleccionista: “Desde allí sus ojos profundos parecen mirarnos con un inmenso dolor”.