N° 1969 - 17 al 23 de Mayo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa semana pasada, el actor inglés Benedict Cumberbatch (conocido por su trabajo como Sherlock Holmes o Dr. Strange) anunció que ya no aceptará ningún papel en el que su coprotagonista femenina cobre menos que él, y afirmó que nadie debería aceptar una propuesta de este tipo. Probablemente, muchos hombres concuerdan con que las brechas salariales por género deben ser combatidas, pero son muy pocos los que efectivamente toman una decisión como la de Cumberbatch.
Durante la conferencia de prensa de la película Todos lo saben, en el Festival de Cannes (también la semana pasada), un periodista chileno preguntó al actor Javier Bardem: “¿Cómo se siente ser el único hombre del mundo que disfruta trabajando con su mujer?”. Cortando en seco el tono socarrón del periodista, Bardem le respondió: “La pregunta es de una falta de gusto tremenda”. Al igual que en el ejemplo anterior, aunque muchos varones puedan considerar que la pregunta era de mal gusto, es difícil encontrar a alguno dispuesto a reaccionar con seriedad ante lo que todos entienden como una broma. Seguramente, el hecho de ser una estrella de Hollywood hace que sea más fácil reaccionar de esa manera, pero lo cierto es que la gran mayoría de los varones evitan invariablemente confrontar a sus pares ante manifestaciones de discriminación por género (así como también por clase, raza u orientación sexual). Un buen ejemplo de esto es lo que se vive a diario en muchos grupos de WhatsApp “de hombres”: ante cada nuevo video sexista o foto humillante de una mujer, son muchos los que prefieren callarse y dejar pasar, antes que convertirse, como Bardem, en los “aguafiestas” que señalan con el dedo la tremenda “falta de gusto” del compañero. El problema es que “dejar pasar” no tiene nada de inocente.
Sucede que, aunque no se encuentren en la primera línea del patriarcado, los varones se benefician colectivamente de un sistema que subordina a las mujeres, ya que esto implica privilegios para ellos: no solo en cuanto a mayores ingresos, sino también por mayor participación en la fuerza de trabajo, mayor acceso al poder institucional, así como privilegios culturales y sexuales. Es lo que R. Connell (2015) define como relación de “complicidad” con la masculinidad hegemónica: “La cantidad de hombres que practican rigurosamente el patrón hegemónico en su totalidad puede ser muy pequeña. Sin embargo, la mayoría de los hombres ganan con esta hegemonía, ya que se benefician de los dividendos del patriarcado”. Así, plantea Connell, aunque respeten a sus esposas y madres, y nunca sean violentos con las mujeres, los hombres obtienen ventajas de la “subordinación”. Abandonar esta relación de complicidad con la masculinidad hegemónica implica entonces renunciar a ciertos privilegios —económicos, como en el caso de Cumberbatch, o simbólicos, como en el caso de Bardem, convertido en “aguafiestas”.
El hecho de que estos hombres con alta visibilidad mediática busquen desmarcarse activamente de las masculinidades hegemónicas resulta alentador y envía señales claras de un compromiso con el cambio. Sin embargo, debemos ser capaces de establecer diferencias entre los compromisos genuinos y los discursos vacíos reproducidos solo para ganar algún rédito (tal vez como el caso del exalcalde del Municipio C de Montevideo, Rodrigo Arcamone, que aunque participó en varias campañas contra la violencia de género, fue recientemente denunciado por su pareja por maltrato físico y psicológico).
Finalmente, otro hecho que tuvo lugar la semana pasada fue el asesinato de un joven que trataba de defender a una mujer y su hija mientras vivían una situación de abuso en un ómnibus por parte de la expareja de la mujer. Probablemente, el joven no quiso “dejar pasar” la agresión, no quiso ser cómplice de esa masculinidad hegemónica que solo existe y se reproduce a través de la violencia. Se llamaba Dimar Parejas y tenía 27 años.