N° 2033 - 15 al 21 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLargas temporadas las pasaba Heidegger en su recoleto paraíso de la Selva Negra, en una esmirriada cabaña de alpinistas que se levantaba en la suave y tupida ladera de una montaña. Cuando en las tardes necesitaba emigrar de los libros y de los inextricables laberintos del pensamiento, emprendía un paseo por algunos sinuosos senderos del bosque, encendía una pipa y en ocasiones hasta se tomaba una copa de vino joven en la taberna de la aldea y discurría con los campesinos sobre cosechas, lluvias posibles, nubes amenazantes, cabras extraviadas. A veces, en cambio, su destierro de la escritura lo desfogaba en un antiguo banco de carpintero, donde había aprendido desde muy temprano a domesticar la leña que cortaba con sus propias manos, y con cierta idoneidad y muchísima aplicación producía modestos utensilios de uso doméstico, de preferencia repisas, marcos, enseres para la cocina.
Pero en el descansado abandono que suponía entregarse a estas actividades paralelas, su pensamiento seguía tan activo como cuando estaba inclinado sobre su escritorio, desmontando para siempre la estructura de la existencia; todo cuanto hacía o veía lo llevaba siempre al trato con los problemas que venía ahondando desde el momento en que descubrió el arcano del ser y se propuso invertir definitivamente el camino y destino de la filosofía. Así, en uno de esos felices exilios se topó de frente con la realidad del martillo que habitualmente utilizaba en su taller y advirtió que ese objeto le resultaba tan familiar que casi nada podía decir de sus propiedades sin incurrir en un extrañamiento artificial.
Va a enseñar Heidegger que el Dasein (el hombre en tanto existente) trata con los entes desde su experiencia, desde su necesidad y no a partir de una teoría o de una voluntad teorética de conocimiento. Uno puede conocer otros entes —un caballo, un teléfono, un trozo de pan francés— enumerando sus propiedades y marcando sus diferencias materiales; pero este conocimiento jamás forma parte de la existencia. Sabemos cuántos huesos tiene el caballo y cuáles son los reflejos de tensión que le confieren velocidad y fuerza a sus patas; sabemos de qué está hecho el teléfono, qué tipo de circuitos constituyen su alma, qué aleación es de la que está fabricado; conocemos, porque la hemos leído, la fórmula para amasar y hornear un pan. Nada de eso, sin embargo, pertenece a nuestro mundo si no establecemos con esos objetos una relación de necesidad, de utilidad, si no los integramos al campo de la existencia. Dicho de otro modo: los objetos son mudos volúmenes en el espacio hasta que nuestra vida se encuentra con ellos en una relación de valor, de significatividad.
En la sección 15 de Ser y Tiempo, Heidegger nos presenta justamente el trato existencial con los objetos como una relación única y originaria que confiere el conocimiento no a partir del qué es algo, sino a partir del qué-hace-en-mi-mundo. Para eso se sirve de su buena relación con el martillo, herramienta que conoce bien por su afición: “El martillar con el martillo, no aprehende temáticamente este ente como una cosa que se hace presente para nosotros, ni sabe en absoluto de la estructura pragmática en cuanto tal. El martillar no tiene un mero saber del carácter pragmático del martillo, sino que se ha apropiado de este útil en la forma más adecuada que cabe. En este modo del trato que es el uso, la ocupación se subordina al para algo que es constitutivo del respectivo útil; cuanto menos solo se contemple la cosa-martillo, cuanto mejor se eche mano del martillo usándolo, tanto más originaria será la relación con él, tanto más desveladamente comparecerá como lo que es, como útil”.
Lo útil, va a señalar más adelante, es “útil para algo”. Es allí, en la preposición, que remite a un destino donde se visualiza el carácter relacional de las cosas con la existencia. Las necesidades que nos llevan a los objetos son las que integran los objetos a nuestro mundo; el caballo es el transporte de nuestros paseos, el teléfono nos comunica con la comarca, el pan aparece para satisfacer nuestra hambre. Ya no son objetos mudos con propiedades universales que ocupan un determinado lugar en el espacio, sino entes que habitan nuestro mundo, que lo pueblan con su significado. Los conocemos no de un modo teórico o enciclopédico, sino por relacionarnos con ellos, por formar parte de la existencia toda vez que los reclamamos; no están simplemente ahí, están, dirá Heidegger, a la mano.