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    Paz frontal contra las drogas

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2253 - 30 de Noviembre al 6 de Diciembre de 2023

    A medio siglo de haber lanzado a los cuatro vientos el lema de la “Guerra contra las drogas” durante la presidencia de Richard Nixon (1969-1974), el planteo de Estados Unidos (EE.UU.) le salió muy caro al mundo con la implementación del paradigma prohibicionista. Lo pagó con más consumidores, más grupos delictivos, cada vez más poderosos, más drogas, cada vez más potentes, corrupción generalizada y, sobre todo, con vidas humanas. Y aunque durante décadas se señaló, con razón, que mientras EE.UU. ponía los consumidores, los países productores ponían los muertos hoy, sin que esa lógica haya perimido, también la muerte alcanzó a la potencia occidental. Más de 100.000 estadounidenses mueren cada año producto de sobredosis, básicamente de opioides. La llamada “crisis de los opiáceos” saltó de pantalla y ahora EE.UU. se enfrenta a la llamada “crisis de adictividad”.

    Un poco de historia. Los primeros narcos que traficaron hacia EE.UU. fueron los contrabandistas mexicanos que llevaban primero marihuana y luego el llamado “barro mexicano”, una heroína de baja calidad que los consumidores no aceptaban de buen grado. México se vio alentado por EE.UU. a producir opio cuando, tras la Segunda Guerra Mundial primero y la guerra de Vietnam después, los militares estadounidenses necesitaban morfina para sus soldados en el frente de batalla.

    El opio para consumo recreativo llegaba desde el “triángulo dorado” del sudeste asiático (Birmania, Tailandia y Laos) o de Afganistán, heroína de alta calidad, pero la lejanía de su origen encarecía el flete y para que esa sustancia fuera redituable los traficantes la cortaban. Por eso, para que “pegara” fuerte los consumidores, en vez de esnifarla o fumarla, debían inyectársela. Las clases medias y blancas veían las agujas como un medio violento de consumo y la rechazaron. Pero con el paso del tiempo y experimentos mediante los carteles al sur del río Bravo consiguieron la “canela mexicana”, una heroína de alta potencia y barata. Esta encontró en su camino la llamada “crisis de las recetas”, millones de prescripciones médicas para potentes analgésicos. Cuando los consumidores no pudieron hacer frente al costo de esos medicamentos en el sistema de salud, salieron a buscarlos en las esquinas de las ciudades, primero heroína y luego el temible fentanilo (50 veces más potente), que llega tanto desde China como desde, cuando no, México. Y los adictos empezaron a caer como moscas.

    Pero cuando la crisis de los opioides había encontrado una meseta, ya que hay procedimientos médicos probados tanto para la rehabilitación como para enfrentar la sobredosis de opioides (los policías más que los revólveres usan en las calles la naloxona, un fármaco que usado a tiempo revierte una sobredosis), surgió una ola de policonsumo. Los usuarios empezaron a mezclar opioides con otras drogas, básicamente metanfetaminas (el principal productor del mundo es Birmania, ¿y el segundo?, otra vez, México, lejos de Dios pero cerca del mercado estadounidense).

    O sea, a la larga, en esta cada vez más absurda e interminable guerra contra las drogas, EE.UU. terminó por poner sus muertos.

    Sin embargo, hay algo evidente: esos son muertos derivados de decisiones individuales, personas que están en el lado de la demanda de este negocio de las drogas. En cambio, nuestros muertos, los del sur, son personas, en general muy jóvenes, que están del lado de la oferta.

    Si pensáramos que el negocio del narcotráfico con su oferta y su demanda es per se una razón suficiente para la violencia que tiñe de sangre un día sí y otro también la periferia de las ciudades latinoamericanas, Montevideo entre ellas, entonces EE.UU., el país con más consumidores y por tanto con más tráfico, debería estar inmerso en una guerra civil, pero no lo está. EE.UU. tiene una tasa de homicidios de 6,9 cada 100.000 habitantes y el FBI informó este año que se redujo un 6%. Uruguay, con mucho menos consumo (aunque estamos primeros en consumo de cocaína per cápita en América del Sur) y por tanto con menos flujo y variedad de drogas (casi no hay registro de heroína, fentanilo o metanfetamina), tiene una tasa de homicidios de 11 y que sube.

    ¿Qué es lo que pasa aquí? Según el trabajo de algunos expertos que ponen el foco en experiencias novedosas y, cierto, muy puntuales, lo que pasa es que, sin vocearlo a los cuatro vientos, EE.UU. ha tenido el tino y la persistencia de aplicar políticas que en naciones del sur generaron polémicas y a los gobiernos les faltó coraje para profundizarlas.

    ¿En qué consisten esas políticas? Por lo pronto, en admitir que no puede haber política antidrogas seria si esta parte de la base de pretender terminar con el tráfico y el consumo de drogas. Cuando usted oiga a un gobernante decir que va a terminar con el narcotráfico, es un demagogo, un mentiroso o un ignorante. O es todo a la vez. No hay espacio en esta columna para detalles técnicos, pero en resumen se trata de asumir que, como dice el investigador Benjamin Lessing, las políticas públicas se enfrentan a una “tríada imposible”: tráfico, corrupción, violencia. Si se ataca uno de esos ítems, los otros se disparan. No se puede todo a la vez. Hay que elegir. Por lo pronto, uno de esos tres conceptos no tiene solución: tráfico hubo, hay y habrá.

    Elijamos otro. ¿Corrupción? Se puede tener bajo cierto control, pero ¿será el ítem más significativo de esta tríada para los ciudadanos?

    ¿Y si apostamos a reducir la violencia? Si a los habitantes de la periferia pudiésemos darles a elegir entre terminar con los policías corruptos que rondan el barrio, liquidar las bocas de drogas que, cualquiera sabe, se cierran un día y se abren al otro o garantizarles que sus hijos podrán salir a las plazas del barrio porque las balaceras se terminaron o se redujeron drásticamente, ¿qué elegirían?

    Contra lo que se suele pensar, la presencia del Estado en algunos sectores de la sociedad es un factor necesario para que estalle la violencia. Eso ocurre cuando tenemos un sistema hemipléjico: somos tolerantes con el consumo, que está descriminalizado (ergo, paz en los barrios de la costa, donde se concentra buena parte de los consumidores), pero somos incondicionales en la represión de quienes venden esa droga cuyo consumo no está penalizado (ergo, violencia en la periferia, donde están los grupos de narcotraficantes).

    Es decir, algo parecido a lo que decíamos de EE.UU. hace décadas: la costa pone el consumo; la periferia, los muertos. Pero, si no manejamos bien este equilibrio, a las zonas costeras les va a terminar pasando lo que a EE.UU.: a la larga también pagarán con sangre esta política que, en el fondo, no es otra cosa que la ausencia de una política, donde las leyes del mercado funcionan a sus anchas. Se necesita un Estado que intervenga, pero no gritando “lucha frontal” a lo que venga, ya que generar violencia es muy fácil, basta con jalar el gatillo, sino bregando por paz, algo para lo que se necesita inteligencia, coraje y convicción política.