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A diferencia de la nominada al Oscar El código Enigma, que se nutre de un acontecimiento histórico y que también se inserta en el contexto de la II Guerra Mundial, Corazones de hierro (dirigida por David Ayer, guionista de Día de entrenamiento) es una ficción, transcurre en momentos y en escenarios distintos: abril de 1945, Alemania nazi. Y aunque al final el campo de batalla culmine desarrollándose siempre en la mente, la trama se despliega y estalla y se cubre de barro y sangre y restos humanos tras las líneas enemigas, en tierras germánicas, en pueblos donde mujeres y niños reciben la obligación de levantar las armas por fidelidad al Führer o convertirse en cadáveres colgantes, muestras de cobardía y deslealtad al Tercer Reich.
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La escena del comienzo es muy buena. Una poesía neblinosa, gore, escrita a cuchillo. El cuadro con el que se presenta a Don Collier, a quien llaman Wardaddy, interpretado por Brad Pitt, que vuelve al negocio de la matanza de nazis que tan bien llevó adelante Aldo Raine en Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino. Ahora la tónica es otra. Wardaddy es un duro. Y esa rigidez lo hace un sujeto bastante cercano a la muerte. Está al mando de la tripulación del tanque Sherman M4, un crisol de variedades compuesto por Boyd Swan (Shia LaBeouf), con anillo matrimonial y a quien llaman “Biblia” por sus constantes referencias a los salmos, Trini “Gordo” García (Michael Peña), oficial de origen latino que suelta las palabras en español, y Grady Travis (Jon Bernthal), el modelo de bestia peligrosa que nunca falta en las películas (bélicas, de acción, cómicas o policiales, es ese tipo de personaje que está ahí para escupir el asado o drogar y violar a la novia de alguien); al inicio del filme, al artillero auxiliar le falta la cabeza. Wardaddy es el responsable de mantener a este grupo en orden. Están colmados de energía, van ganando, pero han atravesado por experiencias duras. Hay cicatrices. El personaje de Pitt a veces cede al impulso de alejarse de la tropa, escondiendo la mirada temblorosa y cuajada de angustia. Tal vez ahí es cuando distingue algo vital en él. Habrá otra escena, dentro de una casa, en la que buscará algo parecido al fulgor de un hogar, lejos del ruido y la demencia.
La contracara de toda la brutalidad y la muerte tiene la piel imberbe y los gestos torpes y horrorizados de Norman Ellison (Logan Lerman, el de Percy Jackson), que llegó al Ejército por su habilidad para escribir 60 palabras por minuto y que, como en este marco cualquier acción puede ser la última, se integra al batallón para suplantar al artillero auxiliar. Norman está pintado. La primera pregunta que hace a sus nuevos compañeros es: “¿Dónde está el frente?”. Alemania, 1945, el frente es: todas partes. Norman ni siquiera sabe disparar un arma. Le van a enseñar. El tanque Fury en que se trasladan es considerado por los soldados una casa ambulante, una extensión de ellos mismos. Y es también un ataúd. Una vez que Norman entra allí, limpia el lugar que le corresponde, y, como el resto de sus compañeros, tendrá que adaptarse, aprender a matar, acoplarse.
Es una película bélica, sí, con potentes escenas de acción, con disparos de metralla más propios de Star Wars (en las batallas se disparan una suerte de rayos que, quizás, sean una licencia estética del director), con descargas de crudeza (Steven Spielberg marcó la ruta con Rescatando al soldado Ryan), y también es un cuento de iniciación: el de Norman, que aprende a matar (al enemigo y también a una parte de él), que nace de nuevo y recibe un nuevo nombre, “La Máquina”, y que descubre que cada vez que se hace algo, aunque sea para un bien, al mismo tiempo se está haciendo algún mal.
Y miren lo que pasa. El tanque se rompe, no puede avanzar y el equipo descubre que un monstruoso pelotón nazi se acerca. No es necesario que Wardaddy lo diga en voz alta, ya todos saben lo que va a hacer. Lo que sigue es una secuencia breve que se ha filmado setecientas treinta y cinco mil veces aproximadamente y es la que muestra cómo uno a uno, cada personaje, con opción de primer plano, se va sumando al líder a pesar de las diferencias que haya tenido o no durante la película. Se reduce el campo de batalla: el tanque no puede moverse, y los cinco soldados se zambullen ahí y van a pelear hasta el final, manteniendo el esfuerzo que los motivó desde el comienzo. La situación cambió de forma sustancial: la victoria no parece algo tan cercano.
A lo largo de este viaje se activaron las figuras de maestro y discípulo, llegaron a ser intercambiables (de todos se puede aprender), acudieron las nociones de amistad y lealtad, hubo momentos aleccionadores y anticlimáticos, Norman practicó quiromancia, y el sargento transmitió la idea, y lo hizo con sus acciones, de que si se mantiene el esfuerzo del comienzo hasta el final, la gloria llega, a pesar de todo. La cuestión es no rendirse.
Corazones de hierro (Fury). Estados Unidos, 2015. Con Brad Pitt, Shia LaBeouf, Logan Lerman, Michael Peña, Jon Bernthal, Jason Isaacs, Anamaria Marinca. Duración: 134 minutos.