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    Réquiem para un país

    Ya está todo dicho. Cualquier persona normal que viva en el país o que se mantenga informado del suceder cotidiano allí y que tenga una cierta edad sabe, con lujo de detalles, que el proceso de degradación social, económico y cultural de una sociedad que en su época fue calificada como Suiza de América, es tan grave como acelerado. En las últimas décadas, y en especial en los últimos años, se han saltado todas las vallas imaginadas. Y también las nunca antes esperadas.

    Recuerdo conversaciones mantenidas con amigos y colegas en mis visitas al país hace poco menos de una década. Yo veía el futuro nacional como una larga colección de desastres y comencé a dar constancia de ello en mis columnas en este espacio. Mis contertulios me instaban a que fuese más preciso. Querían oír ejemplos concretos. ¿Cómo sería ese futuro oscuro? ¿Qué formas adoptaría? ¿Qué situaciones presentaría?

    Luego, sentado en el avión de vuelta a casa sabía que mis vaticinios no habían calado. Podía ser que tuviese razón, opinaban mis amigos, pero también podía ser que no la tuviese, pues el futuro —ese cúmulo de incertezas— bien podría adoptar otras formas.

    Fue por ese entonces que elaboré una teoría según la cual dividía a la gente (la gente que piensa) en tres grupos. El grupo mayor era el de los ilusos, seguíale el de los lúcidos y venía luego, en microscópica minoría, el de los escépticos, en el cual yo me ubicaba.

    Los ilusos creen que en un futuro más o menos cercano “algo sucederá” y se producirán, finalmente, cambios radicales. Los lúcidos son conscientes de la gravedad del proceso, pero ante la ingrata perspectiva de un mañana tan nefasto prefieren confiar en una inesperada mejoría de la situación general.

    Para los escépticos, la situación actual es irreversible y Uruguay no tiene, y no tendrá, solución posible.

    El verdadero boom financiero y económico que se dio durante la presidencia de Mujica, debido en primer lugar al aumento de los precios de las materias primas por el crecimiento de otros países, no fue acompañado por una mejoría social y cultural. Incluso, no fue acompañado por una mejoría en las cuentas nacionales, pues se dilapidó lo que ingresó y también lo que no ingresó.

    La inseguridad ciudadana y el descalabro de la educación continuaron su aparatosa caída. Hoy, salir a la calle es jugar a la ruleta rusa; ir a la escuela es perder el tiempo; soñar con una carrera honesta es hacerse trampas.

    La grieta que divide a la sociedad uruguaya en dos sectores encontrados, enconados, envueltos en una desgastante contienda, y la masacre de esa “fábrica de democracia y convivencia pacífica” que era la escuela pública vareliana se retroalimentan, de manera que ambos fenómenos se agudizan en forma constante.

    Para la rosca político-partidaria en el gobierno —alegremente apoyada por un sector social privilegiado que sigue soñando con utopías de plasticina— el país va de bien en mejor. Está enquistada en el poder con el apoyo incondicional de esa masa de idiotas útiles y los acomodados de ocasión.

    Lo escribí en una columna de febrero de 2010 (Pájaros silvestres): salvo dos excepciones (Bernardo Berro y José Batlle y Ordóñez), Uruguay nunca tuvo una dirección con un proyecto propio. “Los prohombres que nos tocaron en suerte (escribí) nunca fueron capaces de generar las bases de un proyecto nacional. Tal idea no estaba en su agenda. Tal esfuerzo no respondía a su capacidad. Tal ambición no pertenecía a su mundo de interesados acomodamientos. No tuvieron nunca el paño necesario para vestir al país de un destino independiente”.

    Las conclusiones de esta ausencia para Uruguay y el resto del continente eran contundentes: “Somos sociedades abstractas, colectivos gasificados, burbujas de rebeldismo sin causa, naciones vaporizadas”.

    Esa ausencia compacta de una dirección responsable; esa superabundancia de rebeldismo sin sentido ni motivo; esa mezcla de cretinismo, ignorancia, deshonestidad material e intelectual; ese cúmulo de infantilismo y esa falta de una mínima capacidad gestora torcieron los destinos del país justo cuando el mismo comenzaba a perfilarse como una nación moderna y ejemplar.

    La debacle tiene pues muchas décadas en su haber. Comenzó antes del nacimiento de la enorme mayoría de los uruguayos actuales. Pero los procesos que siguieron a la II Guerra Mundial aceleraron la caída.

    Una caída, a no seguir alimentando vanas ilusiones, que se profundiza y se acelera día a día sin que ya nadie ni nada la pueda detener.