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No es fácil ubicar en el mapa sonoro a un genio como este. Lo primero para destacar podría ser su tímida aparición, como pidiendo permiso, en la banda del trompetista Donald Byrd y en el disco “Royal Flush” (1961), que cerraba con “Réquiem”, una imponente balada. Quien firmaba el tema era el pianista de apenas 21 años, un tal Herbie Hancock, oriundo de Chicago, la ciudad de los gángsters y del metro a cielo abierto, entre los edificios. El pibe asomaba no solo como un gran pianista; también se destapaba como flor de compositor. A partir de allí, la carrera de este señor nacido hace 73 años, que estará al frente de un cuarteto el 16 de agosto a las 21 horas en el Teatro Metro (entradas a la venta en Red UTS, Red Pagos y Tienda Inglesa), ha sido un ejemplo de talento musical, versatilidad de propuestas, éxitos comerciales y reconocimiento internacional. Muy pocos jazzistas alcanzaron semejante espectro.
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El Hancock pianista es un exquisito a todas luces. Así lo confirman discos en trío como el que grabó con Ron Carter y Tony Williams (“Third Plane”, 1977) o el dúo con Wayne Shorter (“1+1”, 1997). Se toma su tiempo para construir los solos como si fuese un pintor constructivista, con un proporcional equilibrio entre la abstracción y la melodía, entre los colores tenues y los cambios abruptos, y así va desarrollando una auténtica narración. Es cierto, a veces esas manchas abstractas pueden sonar un tanto frías.
“En 1954 el jazz me impresionó por primera vez”, dijo el tecladista en una oportunidad. “Era ‘Moonlight in Vermont’, de Johnny Smith, una melodía que no paraba de moverse”. El movimiento, esa clave. Cuando coloca sus manos sobre las teclas blancas y negras, Hancock deja que ellas piensen por él, que lo paseen con libertad, hacia las profundidades, hacia donde sea. Las manos son más rápidas que la vista y más lúcidas que la mente. Se desata el torbellino creativo, las piezas desparramadas se juntan como succionadas por una aspiradora. Chicago otra vez, con su fiebre moderna, sus trenes circundantes y su arquitectura clásica.
Esto nos lleva al Hancock compositor, que también es personalísimo. Cualquier oyente reconocerá “Watermelon Man”, “Maiden Voyage” o “Cantaloupe Island” como temas que al menos ha escuchado una o unas cuantas veces en su vida, con ese ritmo funky y esa melodía pegadiza que los caracterizan. Francis Wolff y Alfred Lyon, los padres del sello Blue Note, sabían lo que hacían cuando lo contrataron.
Y el compositor guiado por sus manos es necesariamente un tipo inquieto, movedizo. No se queda en un estilo único ni se conforma con una sola escuela. Si transita una etapa acústica, Hancock puede investigar como lo hizo con el famoso quinteto de Miles Davis (con Wayne Shorter, Ron Carter y Tony Williams), con V.S.O.P. (la misma integración pero con Freddie Hubbard en trompeta en lugar de Miles) o con sus propias bandas, donde es capaz de soñar y diseñar temas de más de veinte minutos, como en “Quartet Live” (1994), acompañado por Buster Williams, Al Foster y Greg Osby, además de Michael Brecker y Bobby McFerrin.
El compositor inquieto se volcó hacia la electrónica en los 70. Eran tiempos de soul y funky, era la moda, y Hancock también tenía cosas que decir. Muchos discos atiborrados de teclados así lo atestiguan. El hombre comenzó a ser un fenómeno de ventas y de premios Grammy. Ese Hancock multifacético, todoterreno y para muchos también “comercial”, asimismo talló su nombre como responsable de bandas sonoras. Casi siempre se mencionan “Blow Up” (1967) de Michelangelo Antonioni y “Round’ Midnight” (1986) de Bertrand Tavernier como sus logros más célebres en cine (con el cineasta francés se llevó un Oscar a la mejor banda sonora), aunque es igualmente sublime su firma en “Vigilantes de la calle” (Colors, 1988), de Dennis Hopper, con ese rap inicial martilleante e hipnótico que alude a las tribus pandilleras de Los Ángeles. Uno puede decir que prefiere al Hancock acústico, pero una vez que escucha esta aplanadora rítmica y eléctrica no tiene más remedio que entregarse al genio. ¿Necesitan contratar un auténtico banquete musical para una película o una obra de teatro? Llamen a este experto tecladista. Nadie como él navega tan bien entre el jazz del más alto nivel y los sonidos populares.
El Hancock de los sintetizadores y la corriente alterna tiene que ver con el amante de los avances científicos, con el inventor loco, con el laboratorista que está en lo último del software, un artista que es a su vez un reposado budista y un embajador de la Unesco, porque este artista es mediático y reconocido en todo el mundo.
Entonces, ¿qué Hancock veremos y escucharemos en el Metro? A juzgar por la artillería de teclados que trae y por los músicos que le acompañarán (James Genus en bajo eléctrico, Zakir Hussain en percusión y Vinnie Colaiuta en batería), es posible que se trate de una propuesta de fusión. De todos modos, ante nosotros estará el pianista exquisito, el arreglista astuto, el hombre de éxito, el genio. En una palabra: Herbie Hancock, el chico que una vez le prometió a su madre que jamás sería músico y tuvo que romper su palabra. Haga lo que haga, hay que escucharlo.