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    Sebastián Mazzuca: Uruguay es un “remanso” de modesta “prosperidad” en una región con Estados en general de mediana calidad y corruptos

    El escenario contrafáctico que Sebastián Mazzuca propone imaginar es el de un Buenos Aires independiente. Sería —dice— como “Uruguay o incluso mucho más próspero”. Otro mayor, que esa provincia argentina sumada a la Pampa, a Uruguay y a Río Grande del Sur integrasen un solo país, conformando una “supereconomía y probablemente también una super ágora política”, sostiene este argentino, profesor en la Johns Hopkins University, en Estados Unidos.

    Con ese enfoque contrafactual, este doctor en Ciencia Política y Gobierno por la Universidad de California y con un máster en Economía por esa misma institución busca dejar más en clara su tesis sobre el origen y su presente —ineficiente y corrupto— de la mayoría de los Estados latinoamericanos. Una de las excepciones, afirma, es Uruguay. Señala que el país disfruta de una “prosperidad, modesta pero sustancial y en principio sostenible”, construida a partir de un “círculo virtuoso donde la democracia es lo suficientemente buena como para permitir que el Estado mejore en calidad y eso, a su vez, le permite a la democracia intensificarse”. También gracias a la “astucia” para sacar provecho del “desmanejo” de Argentina, un país que además tiene, según él, alta complejidad territorial, como Brasil.

    Lo que sigue es una síntesis del diálogo que Mazzuca mantuvo con Búsqueda.

    —En Latecomer state formation. Political geography and capacity failure in Latin America, su último libro, señala que la América Latina del siglo XIX es un ejemplo de Estados nacidos en forma tardía y, además, débiles, lo cual es el origen de problemas crónicos como la desigualdad social, el estancamiento económico y la mala gobernabilidad. ¿Qué dificulta que la región tenga Estados fuertes o capaces?

    —La noción de que los Estados de América Latina son tardíos y que por eso son débiles parte de la observación de que el contexto internacional en el que emergieron fue sustancialmente diferente —desde la perspectiva económica y geopolítica— de aquel en que habían surgido los Estados de Europa. Salvo los de unificación tardía —Alemania e Italia—, los Estados europeos que conocemos hoy nacieron en un mundo feudal y anárquico. Bajo el feudalismo, la conquista de tierra es la única forma de expandir el producto económico. En el feudalismo el producto crece por aumento de insumos como la tierra, no por productividad. Los Estados nacidos bajo el feudalismo, para los cuales la competencia por la tierra fue tan sanguinaria, son diferentes de los nacidos bajo el capitalismo, que tienen otros objetivos y otras fuentes de financiamiento.

    Desde el punto de vista geopolítico, el mundo era diferente porque era una anarquía. Inglaterra, Francia, España, Suecia y Prusia eran potencias más o menos parejas, con capacidad de destrucción mutua. Entonces, entre la anarquía geopolítica y el feudalismo económico, los Estados de Europa fueron criaturas de la guerra, máquinas fiscales-militares. No se puede decir lo mismo sobre América Latina, si bien al inicio tuvo que haber máquinas de guerra para lograr las independencias. Esta segunda generación de Estados emerge cuando ya el mundo está poblado por la generación de los Estados pioneros. En ese sentido son “tardíos”: emergen cuando ya está el capitalismo y cuando ya hay superpoderes. Europa y Estados Unidos forman la cumbre de una jerarquía internacional. Esta doble diferencia hace que los Estados de América Latina sean mucho menos voraces en cuanto a recolección de impuestos, puesto que disponen de fuentes alternativas de financiamiento; el objetivo de los formadores de estos Estados es insertarse en el comercio internacional, aun a costa de no hacer todo el trabajo que hicieron en Europa de formación de burocracia —militar primero y civil luego— de altísima eficiencia. En buena medida, saltearse ese paso fue positivo, porque no hubo las carnicerías de la Europa de Westfalia, entre la guerra de los Treinta Años y Waterloo. Pero el lado oscuro fue que los Estados latinoamericanos nacieron sin toda esa construcción, propia de un período indudablemente irrepetible.

    Un segundo elemento de mi libro, que resalta el hecho menos reconocido sobre los Estados de América Latina, es que sus territorios son extremadamente complejos y difíciles de manejar. En esto Argentina, Brasil, y en cierta medida México, marcan el tono del resto de América Latina. Las excepciones históricas son países chicos con Estados más o menos eficientes como Chile, Costa Rica y Uruguay: no son tan capaces como los europeos, pero tienen territorios mucho menos complejos que los de Argentina y Brasil. Ambos colosos son territorios disfuncionales: combinan regiones donde las zonas más dinámicas sufren el parasitismo fiscal de las periferias y las periferias padecen la “enfermedad holandesa”, o sea, falta de competitividad en el comercio internacional inducida por el tipo de cambio que crean las zonas dinámicas. Y aunque el tema territorial es inherente a estos dos países, termina siendo una especie de lastre al desarrollo económico de toda la región, la que depende de su dinamismo. El problema de disfuncionalidad territorial no se ha resuelto y, encima, sigue estando ahí el uso del aparato del Estado por los partidos como botín de guerra, es decir, para generar bienes privados o partidarios en vez de bienes públicos. Esto hay que matizarlo con la globalización: en el siglo XXI vemos enclaves de hiperdesarrollo o de desarrollo sostenible en países pequeños o en regiones subnacionales, también de Argentina o Brasil. En un mundo donde, en general, el Estado es menos importante para el desarrollo de las cadenas de valor, ahí puede ser que las cosas cambien.

    —En el libro menciona a Uruguay como el caso de un Estado formado al impulso de dos partidos que define como liberales “casi idénticos”. Sin embargo, al menos desde comienzos del siglo XX el batllismo —por el dos veces presidente José Batlle y Ordoñez (1903-1907 y 1911-1915)— caló hondo. ¿El Uruguay contemporáneo es lo que algunos llaman social-estatismo batllista hoy gobernado por un presidente blanco?

    —El batllismo es una fuerza política sui géneris; no quiero entrar en esa discusión porque no tengo nada distinto para decir que todos los uruguayólogos y los argentinos interesados en Uruguay ya saben sobre el batllismo.

    Lo que digo sobre los partidos Colorado y blanco es que son liberales en el sentido de que si uno mira todas las divisiones partidarias en el siglo XIX en el resto de América Latina —en todos los lugares donde las coronas española o portuguesa implantaron ciudades con sedes administrativas e iglesias fuertes— ocurrió algo muy distinto: la división partidaria fue entre conservadores y liberales. Y, en general, esas redes de políticas conservadoras defendieron rasgos importantes del colonialismo, como los privilegios corporativos, la religión católica, las fórmulas unitarias de organización territorial y la concentración de poder. En Argentina y en Uruguay ese sector político no existió; se podría decir que Rosas fue la contrarreforma en Argentina, pero ciertamente en Uruguay no hubo un Rosas. En ese sentido, (colorados y blancos) son dos fuerzas liberales del siglo XIX; la disputa fue más por los cargos que por la ideología, que las hay, pero son mucho más tenues que en el resto de los países de América Latina. Uruguay es una excepción.

    —¿Esos antecedentes tienen relación con la situación presente del país?

    —¿El por qué Uruguay está tan bien? Que tenga un gran background liberal en el sentido amplio —no de palabras bastardas como neoliberal—, de libertades políticas, de tradiciones cívicas, de aceptación del comercio internacional —con ciertas limitaciones que existen en todas partes del mundo—, de entender la división internacional del trabajo, facilita la calidad de gobierno. Es una calidad muy superior —aunque a lo mejor algunos uruguayos se quejen—, sobre todo teniendo en cuenta la alternancia, y una alternancia que de todas maneras acumula bienes públicos y es más productiva que en el resto de América Latina. Eso tiene bastante que ver con ese proceso del siglo XIX: una formación con un territorio más pequeño, menos complejo y de productividad más uniforme; la debilidad en muchos Estados de la región tiene que ver con los pactos entre centros y periferias remotas, no entre Montevideo y la campaña. Mucho más complejo es sortear un clivaje como el de Argentina, que es entre Pampa, cordillera, altiplano y selva.

    Entonces, ese Estado menos complejo territorialmente y que no nació demasiado patrimonializado, sumado al background de partidos que comparativamente son mucho más cercanos entre sí —ideológica, sociológica y programáticamente— que todo resto de los de América Latina, es un legado muy positivo del siglo XIX para que Uruguay sea hoy lo que es.

    —Desde el retorno de la democracia en 1985 hubo alternancia de partidos en el poder sin sobresaltos y Uruguay logró mantener ciertas políticas en el largo plazo o “de Estado”. ¿No alcanza con esa institucionalidad relativamente sólida para poder escalar a otro nivel de desarrollo?

    —Uruguay está en un círculo virtuoso donde la democracia es lo suficientemente buena como para permitir que el Estado mejore en capacidad y eso, a su vez, hace posible a la democracia mejorar su calidad.

    Con Gerry Munck hablamos de la trampa de calidad institucional media: Estados poco capaces y democracias poco representativas que se refuerzan mutuamente. Un Estado de baja capacidad —patrimonialista, atontado por la captura— genera problemas a la democracia, a la que le impide que emerjan liderazgos políticos con visiones de largo plazo, con incentivos para reformar el Estado. Eso genera un círculo vicioso. Uruguay está al margen de esto; hasta hace poco Costa Rica, lo mismo. También Chile, aunque había legados muy pesados en el plano sociológico y constitucional de la época de la dictadura de Pinochet que había que saldar y creo que en el largo plazo esos conflictos se van a resolver.

    —Desde la década de 1990 la región, en general, osciló entre corrientes promercado y privatizadoras y otras de izquierda más estatista. ¿Ve en la actualidad movimientos con una tendencia clara? ¿Cómo encuadran los populismos en su tesis?

    —En Argentina hubo libre mercado y estatismo pero ninguno funcionó porque la calidad del Estado en la provisión de bienes públicos —educación, salud, justicia, etcétera— no tiene nada que ver con la cantidad de Estado. Tuvo Estado chico y fracasó, y tuvo Estado grande y también fracasó; lo que importa es la capacidad de implementar las políticas y que los recursos no se usen para desviarlos hacia beneficios privados o partidarios.

    A la pregunta sobre el péndulo, lo que hay en América Latina es un estatismo de baja calidad, que se transforma en general en Estado predatorio o fallido o en una distopía desarrollista, como puede ser la venezolana o la cubana.

    Las recomendaciones son claras: lo que hay que hacer es aumentar las capacidades básicas del Estado, como hacer cumplir la ley, la capacidad de brindar educación universal o de mantener la salud. La gran inversión para los países de América Latina sería empezar por asegurar el Estado de derecho, y si no se tiene Estado de derecho, el sustituto es el equilibrio fiscal: ningún inversor pone plata en un país que no tenga Estado de derecho o que por lo menos tenga equilibrio fiscal, algo que despeje el temor de la confiscación del producto del trabajo y la inversión. En todos los países populistas no han invertido en esto y por eso son parias en materia de inversiones.

    —En una reciente entrevista con La Nación dijo que Argentina se rezagó respecto a Chile y Brasil, y también frente Uruguay, aunque aclaró que no es tan comparable porque la uruguaya no es “una economía tan compleja” y la “buena suerte (del país) depende del desmanejo macroeconómico argentino”. ¿A Uruguay le beneficia que el peronismo kirchnerista siga en el poder?

    —Lo que dije es una exageración para provocar la reflexión. Una de las causas de la prosperidad de Uruguay es el desmanejo en Argentina; el éxodo de capital humano y físico con otra política no ocurriría. Obviamente que Uruguay es lo que es por sí mismo, y las desventuras de su vecino la mayor parte del tiempo fueron un bajón para Uruguay —basta recordar la crisis de 2001—. Seguramente por una combinación de condiciones internacionales y capacidades locales, el hecho de que sea un remanso, una isla de seguridad jurídica, de progresismo ideológico, de diálogo político y de despolarización significa que, con astucia, Uruguay se adaptó. Y la inestabilidad de sus vecinos, en vez de ser un problema, la transformó en una oportunidad a la que le sacó provecho. No sé cuántos puntos de Producto (Bruto Interno) significan el éxodo de capital argentino; no creo que sean decisivos, pero tampoco que sean insignificantes.

    Las economías no se pueden estudiar como unidades aisladas, y en Argentina parte de la envidia a la prosperidad de Uruguay es autoinfligida, es consecuencia de los desmanejos propios.

    Para entender la desgracia argentina y la prosperidad, modesta pero sustancial y en principio sostenible de Uruguay, hay que imaginarse contrafácticos que fueron viables en distintas coyunturas de las historias políticas del siglo XIX latinoamericano.

    —¿Cuál sería ese escenario contrafactual?

    —Sería imaginarse a Buenos Aires como país independiente o, más aún, una Pampa húmeda —o sea, Buenos Aires, el sur de Córdoba, parte de Santa Fe y Entre Ríos—, que sería como Uruguay o incluso mucho más próspero. Durante 10 años, entre la batalla de Caseros (1852) y la de Pavón (1861) Buenos Aires fue una provincia independiente… A lo mejor habría un mellizo de Uruguay y no tendría los problemas que hoy tiene la provincia de Buenos Aires, porque una vez que quedó subsumida dentro de Argentina la descabezaron precisamente porque era demasiado poderosa. Este contrafáctico supone imaginarse a una Buenos Aires separada o el país Pampa húmeda como una gran potencia mundial, pujante, con alto ingreso per cápita —quizás de US$ 20.000— y como pequeñas Australias. Y que todas las demás regiones encuentren sus ventajas comparativas.

    Hay otro contrafáctico aún más interesante, donde Uruguay, Río Grande del Sur y la Pampa, todos, fueran un solo país. Sería una supereconomía y probablemente también una superágora política, con tradiciones de participación popular que no necesitan hacer coaliciones que erosionen sus propias tradiciones cívicas. Quiero decir: no está predestinado el fracaso de América Latina, que es producto más bien de su geografía política y de esos dos gigantes que no le encuentran la vuelta.

    • Recuadros de la entrevista

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