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La escena empieza con fúnebres golpes de timbal sobre un colchón de cuerdas. La toma aérea baja hacia una tumba que denota un enterramiento muy reciente. El plano se sumerge en la tierra recién removida y llega hasta el ataúd donde ha sido enterrada viva Beatrix Kiddo. Un silbido tenue nos acerca la primera melodía; una sutil insinuación de que la heroína vengadora de Quentin Tarantino esquivará, una vez más, a la dama huesuda. Mientras zafa de sus ataduras, unos cascabeles energizan el arreglo orquestal. Ahora, el sufrido personaje interpretado por Uma Thurman extrae una navaja que había escondido en una de sus botas. Suena una segunda melodía, más altiva, en un fliscorno que impone su timbre nítido y grave. Con los contrabajos y parches marcándole el pulso, la hermosa karateca inicia su irrefrenable ascenso hacia la superficie. Su increíble (literalmente) resurrección. Hasta aquí, el introito. Ahora comienza la música de verdad: cuatro frases de guitarras, cuerdas y trompetas que son pura épica ilustran la serie de golpes con que la rubia perfora el cajón y trepa como un topo hacia la superficie. Un más que inverosímil ascenso vertical que solo Tarantino puede concebir sin recibir el abucheo de las masas. Pero L’Arena, la pieza elegida por el cineasta estadounidense, no solo salva esta escena de Kill Bill 2, sino que la vuelve inolvidable. Se sabe, Tarantino escribe los guiones pensando en la música. Y también se sabe, esta música pertenece a uno de los mayores compositores de bandas sonoras en los 125 años de existencia del cine. En el clímax sinfónico, con toda la orquesta a pleno, el mismo plano inicial, descendente hacia la grava, muestra en primer plano la mano de la guerrera inmortal que irrumpe en la superficie, justo en el momento en que suena, imponente y victorioso, el acorde final.
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Debido a las complicaciones derivadas de una caída en su casa que le provocó fractura de fémur, en la madrugada del lunes 6 murió en Roma, a los 91 años, el compositor y director de orquesta italiano Ennio Morricone, autor de más de 500 bandas sonoras originales para cine y televisión, reciente destinatario del premio Princesa de Asturias compartido junto con su colega estadounidense John Williams, otro coloso de la música de películas. Morricone trabajó para Luis Buñuel, Oliver Stone, Pedro Almodóvar, Bernardo Bertolucci y Roman Polanski, entre tantos. Del mismo modo, se podría decir que tantos y tantos cineastas trabajaron con Ennio Morricone. Había ganado el Oscar honorífico en 2007, pero curiosamente (o no tanto) este creador históricamente vinculado al spaghetti western, siempre en tándem con su amigo de toda la vida y socio artístico Sergio Leone, ganó su primer Oscar recién en 2016 —tras seis nominaciones— por Los ocho más odiados, de Tarantino. No pocos creen que su conocida filiación al viejo Partido Comunista Italiano es la causa de la demora.
Su carrera había explotado en los años 60, cuando comenzó la seguidilla de más de 20 películas ganadoras del Oscar por él musicalizadas. La lista incluye Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, ¡Agáchate, maldito!, Hasta que llegó su hora, Érase una vez en el Oeste y Lo bueno, lo malo y lo feo, cuyo tema principal se transformó en un ícono sonoro del género. Si la obra de un creador se mide por su poder simbólico, nada más contundente que ese alarido agudo, onomatopeya de los solitarios bichos del desierto, para trasladarnos al lejano Oeste y aterrizar en medio de una polvorienta secuencia de un duelo de pistolas o una persecución a caballo. La principal virtud que mostró Morricone desde sus inicios fue su creatividad para trasladar al campo musical la sonoridad del western, en las melodías, las percusiones y el canto solista y coral. Con un criterio de vanguardia (de hecho, Morricone integró varios conjuntos dedicados a la improvisación con instrumentación sinfónica), aprovechó al máximo las mil posibilidades sonoras de la orquesta sinfónica y realizó un gran aporte artesanal que influenció a legiones de cineastas y compositores. Al mismo tiempo, su obra se nutre de la tradición clásica europea, especialmente del romanticismo y del quiebre innovador que trajeron músicos como Debussy y Liszt, así como del fuerte arraigo popular de la canción italiana, hija de la tradición lírica. Claramente, hay un antes y un después de Morricone en la concepción de la ambientación sonora en el audiovisual. También el mundo del doblaje tomó muchos de los recursos que su creación reveló.
De niño ya demostraba una gran habilidad para la trompeta y una gran atracción por todo el universo musical. A sus nueve años, su padre, también músico, lo inscribió en la Academia Nacional Santa Cecilia, de Roma, su ciudad natal, donde se graduó como trompetista y también se formó como compositor, director y arreglador sinfónico. A mediados de los años 50, en plena expansión del cine italiano, comenzó a trabajar como arreglador para otros compositores de bandas sonoras, hasta que su amigo íntimo Leone lo convocó para musicalizar sus películas. De hecho, existe consenso en adjudicarle a Morricone una cuota decisiva, junto con el cineasta, en el desarrollo del spaghetti western como un género fílmico popular por excelencia.
Pero la música de western es apenas una de las caras de este polifacético compositor, cuya obra abarcó una variedad inaudita de géneros y lenguajes, desde los clásicos a los contemporáneos, desde el drama romántico al cine de suspenso y terror. Allí están, entre tantas, la música de Días de gloria, de Terrence Malick, Los intocables, de Brian Di Palma, La cosa, de John Carpenter, El clan siciliano, de Henri Verneuil, Érase una vez en América, la despedida del cine de Leone (para muchos críticos la mejor de todas sus bandas sonoras), y esa gran muestra de sincretismo europeo y latinoamericano que es la banda sonora de La misión, de Roland Joffé, con su gran despliegue de arreglos sinfónicos y corales combinados con sonoridades de esta parte del globo; en ella sobresale El oboe de Gabriel, la melodía que el cura que interpreta Jeremy Irons toca sentado en una roca hasta que un cacique parte el instrumento en dos, una pieza orquestal capaz de conmover al más inconmovible de los mortales. Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore, es quizá el máximo hito en su carrera, por la inmensa penetración popular que logró no solo el filme, sino la propia banda sonora, en la que brilla esa hermosa melodía de clarinete de la escena final, la de los besos en la pantalla, con Salvatore adulto (Jacques Perrin) emocionado igual que millones de espectadores. Una vez más, la calidad de la composición fue uno de los factores determinantes que contribuyeron a la alta valoración que tuvo el filme. Esta música también simboliza una de las grandes omisiones de la Academia: no haberle dado el Oscar a la banda sonora, una de las mayores muestras de sordera de la historia del Oscar. Tras esta etapa, la popularidad de Morricone creció exponencialmente.
La popularidad de Morricone le valió la friolera de 70 millones de discos vendidos. En YouTube se pueden apreciar algunos conciertos de su gira de despedida por sus 60 años de música, con enormes multitudes congregadas en torno a la orquesta, con él al podio. Además del tardío reconocimiento de Hollywood, la lista de premios que recibió (Globos de Oro, Bafta, Venecia, Cannes, Grammy) es interminable. También fue destinatario de varios discos tributo, con versiones de Herbie Hancock, Roger Waters y Bruce Springsteen, entre otros.
Como nadie está a salvo de las contradicciones, este artista que había creado la música de Sacco y Vanzetti (1971), con el tema He’s To You, popularizado por Joan Baez y transformado en un himno popular de las causas de izquierda, siete años más tarde accedió a componer el tema oficial del Mundial Argentina 78, una melodía de sutil tono marcial, cercana a una marcha militar, pero sin la grandilocuencia de los bronces, y suavizada por el sonido de las cuerdas y los coros femeninos. Un tema bastante insulso y carente de la energía y la belleza de su música cinematográfica, como si hubiera sido compuesto por otro artista. Esa falta de emoción fue señalada por la crítica musical y de hecho el tema no pegó en el público argentino, que popularizó en mayor grado una más festiva, grabada por la Sinfónica de Buenos Aires, que incluía la frase “Vamos vamos, Argentina”, un clásico instantáneo que trascendió fronteras y equipos, hasta el presente. El músico siempre eludió dar explicaciones sobre por qué aceptó ese encargo, seguramente muy bien pagado por una dictadura que se valió de la Copa del Mundo como recurso de marketing legitimador.
“Yo, Ennio Morricone, he muerto”, comienza la carta escrita por Morricone, difundida por su abogado Giorgio Assumma pocas horas después de su muerte. “Lo anuncio así a todos los amigos que siempre me fueron cercanos y también a esos un poco lejanos que despido con gran afecto”, continúa, y le quita solemnidad al asunto: “Solo hay una razón que me impulsa a saludar así a todos y a celebrar un funeral en privado: no quiero molestar”. En la carta, saluda por su nombre a cada uno de sus hijos, hermanos, nietos, nueras, yernos, y se despide así de su esposa María: “A ella renuevo el amor extraordinario que nos ha mantenido juntos y que lamento abandonar”.