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El sábado 5, en la Sala Eduardo Fabini, a la hora en que Holanda y Costa Rica definían su suerte en el Mundial, brindó su concierto del ciclo sinfónico la Ossodre, bajo la dirección de Stefan Lano. Varios factores pueden haber conspirado para que el teatro no fuera un lleno completo: el Mundial de Fútbol, la noche inhóspita y neblinosa y el programa elegido. Dejemos de lado el deporte y el clima, sobre los que no nos corresponde opinar ni podemos hacer nada y vayamos a lo estrictamente musical.
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El programa no estaba mal, aunque tampoco era taquillero: el “Concierto en La menor op.54” de Robert Schumann (1810-1856) y la “Sinfonía Nº4 ‘Romántica” de Anton Bruckner (1824-1896). La solista era una pianista búlgara no muy conocida por el público. Y decimos que el programa no era muy atractivo porque el concierto de Schumann, con todo respeto, a nuestro juicio no está entre las grandes obras para piano y orquesta. Ocurre con Schumann algo similar a lo que pasa con Chopin: ambos son compositores que han dejado una literatura para piano solo de inagotable belleza y novedad, aun escuchada hoy en día, y además ineludible para cualquier pianista que se precie. Pero sus conciertos para piano y orquesta —dos de Chopin y este único de Schumann— no alcanzan aquellas alturas de audacia, de innovación y de conmoción conseguidas con el piano solo. Digamos también que el concierto de Schumann está mucho mejor orquestado y concertado con el solista que los de Chopin, y que en este aspecto la Ossodre conducida por Stefan Lano tuvo un muy buen desempeño, sobre todo en el segundo movimiento, donde Schumann hace cantar a la orquesta más que al piano. Algunas desafinaciones en las cuerdas al comienzo del Allegro vivace final no empañaron una labor concertante muy prolija.
La solista búlgara Irina Georgieva posee un sonido amplio, limpio, una articulación perfecta y en los pocos momentos que la obra se lo permite, frasea con cautivante buen gusto. Terminado el concierto y por suerte ante los insistentes aplausos, Georgieva accedió a hacer fuera de programa la primera de las “Escenas infantiles” de Schumann. Ese fue el momento mágico de la tarde: un silencio sobrecogedor en la sala mientras la pianista desgranaba esa melodía única a un tempo sosegado, salpicada con unas pausas de una musicalidad apabullante. Una verdadera conmoción que lamentablemente duró muy poco y que prueba lo que decíamos antes: Schumann en piano solo es otra cosa.
Bruckner no es un conocido ni un favorito de nuestro público. Compositor que vivió en la Austria polarizada entre Wagner y Brahms, era un hombre de poca autoestima e inseguro en el resultado final de su trabajo. Varias de sus obras están revisadas una y otra vez, atendiendo sugerencias de amigos músicos que le aconsejaban cambios de diversa índole. La “Cuarta Sinfonía”, pese a que fue bien recibida en su estreno, tiene cinco versiones: 1874, 1878-80, 1881, 1886 y 1887-88. Debe reconocerse al maestro Stefan Lano su acierto en la decisión de abordarla, para romper un poco el hielo que hay con este autor y además su valentía en acometerla con la Ossodre, porque es una obra de gran complejidad, como casi todas las de su autor.
Lano utilizó una disposición diferente de la orquesta en el escenario: primeros violines a la izquierda, segundos violines a la derecha, en el medio chelos y violas, atrás de estos en su lugar habitual las maderas, los bronces separados en los dos costados del escenario, a la izquierda las dos filas de cornos con los timbales atrás y a la derecha trompetas, trombones y tuba. Detrás de las maderas, en el fondo del escenario, los contrabajos. Ese ordenamiento confirió al discurso musical una transparencia mayor, que debe atribuirse también a la claridad de la batuta de Lano, quien exhibió un admirable control de la dinámica de todos los sectores. Dentro de una performance más que digna, elegiría los movimientos primero y tercero como los más logrados, por el autor y por la orquesta. El primero con un excelente final cantado en los cornos; el tercero con un notable control de varios momentos de subito piano en las cuerdas inmediatamente después de un fortissimo en los bronces. Un verdadero tour de force para orquesta y director, del que salieron airosos.
Pese a las bondades de la versión, es comprensible que para muchos Bruckner siga siendo un hueso duro de roer. Su discurso es por momentos demasiado cargado, solemne y retórico. No tiene la sobriedad de Brahms o la grandiosidad de Wagner. Tampoco su música encarna la angustia de la modernidad, algo que tan bien haría unos años después Gustav Mahler. Pero en su vasta obra sinfónica hay algunos momentos sublimes y estaría muy bien que aparezca más seguido en los programas de estas latitudes.