N° 2061 - 27 de Febrero al 04 de Marzo de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCuando uno tiene la poca fortuna de verse envuelto en una charla sobre economía (bostezo) es bastante frecuente escuchar la frase “hay que darles seguridad a los inversores”. Más allá de la aridez que suelen tener esas conversaciones, no está mal la idea: si alguien va a apostar económicamente por algo, lo mínimo es garantizarle que el terreno en el que invierte sea lo mas estable posible. Que las normas se mantendrán, que no van a ser modificadas por un cambio de gobierno o que no va a aparecer, en la medida en que resista la democracia, un Sargento Gorila expropiando cosas al azar mientras mueve el dedito delante de las cámaras de televisión.
Tanto o más que los inversores, el ciudadano necesita que su vida sea lo más estable posible, sin sobresaltos, en donde el suelo no se esté quemando de manera permanente bajo sus pies. ¿Por qué? Porque ese terreno es el único que tiene para imaginar e intentar proyectarse a lo largo de su vida. Y los proyectos personales, la vida de cada ciudadano, necesitan de esas mismas garantías que nos preocupa darles a quienes vienen a invertir. Que las leyes no cambien cada cinco años, que las políticas tengan un núcleo central que dependa de los parámetros establecidos a través de amplios consensos y no de los vaivenes ideológicos del político de turno. Que quien detenta el poder en cierto momento, comprenda que es parte de un sistema mayor. Que, en el caso de Uruguay, viene desde hace más de doscientos años y que seguirá allí una vez él se haya retirado de la oficina. El ciudadano ya enfrenta en su vida diaria un sinfín de vaivenes e incertidumbres, sería deseable que quien gobierna intente garantizar esa tranquilidad que le compete.
Por poner un ejemplo pequeño, no del todo vinculado al asunto ciudadano pero sí a la idea de la necesidad de estabilidad y continuidad institucional: la política exterior del país no puede depender solo de las afinidades personales de tal o cual presidente. El presidente es su investidura y esta va mucho más allá de su gusto ideológico. El presidente es el representante coyuntural de una manera de hacer las cosas que viene de antes y que va a seguir después de su marcha. Está muy bien señalar a los regímenes que no nos gustan, pero la decisión de invitarlos o no a la asunción de Luis Lacalle Pou solo puede tomarse dentro un marco diplomático en el que, a un país enano entre gigantes como el nuestro, le va la vida en su gestión inteligente y hasta elegante. No es Luis Lacalle Pou quien invita o deja de invitar, es el presidente, con el entramado institucional y diplomático que hereda (y que seguirá cuando se haya ido), quien decide.
Volviendo al tema de la estabilidad, a diferencia de lo que ocurre con los inversores, a quienes se nos dice debemos darles garantías porque si no, se vuelan, el ciudadano tiene menos autonomía de vuelo. Por razones familiares, afectivas y hasta de posibilidades de desarrollo personal, el ciudadano está más atado al terruño que el capital transnacional. Esto no quiere decir que no exista gente que elige de manera libre irse del país. De manera libre, por deseo propio, implica tener una autonomía que muchas veces no existe cuando uno se ve “forzado” a migrar con lo puesto o poca cosa más. O “forzado” a quedarse porque no puede construir ni siquiera una vía de escape. Precisamente para no verse en esa tesitura es que son necesarias la estabilidad y la seguridad para el ciudadano. Para tener la posibilidad real y efectiva de proyectar sus asuntos vitales sobre este territorio y no sobre otro.
Antes de que mis amigos liberales me salten al cuello, aquí no estoy hablando de subsidios ni de ayudas que el Estado da (aunque lateralmente un poco sí); estoy hablando de no caer en la tentación de refundar el país cada cinco años, provocando en la gente un montón de incertidumbres innecesarias por absurdas. Esto es, si no está roto, no lo arregles. Si ciertos indicadores y parámetros mejoraron usando cierta batería de medidas, se puede discutir el uso de otras medidas pero no el sentido de la mejora. Podemos discutir de métodos, pero las metas colectivas no deberían ser muy dispares. Por poner un ejemplo que me resulta caro: la Constitución de España dice que ese es un “Estado social y de derecho”. Eso es una meta colectiva asentada en la ley magna que marca (o debería marcar) un rumbo general. Que puede ser empujado de mala manera hacia acá y hacia allá por quienes no respetan esa norma, pero que si contara con la lealtad mínima que merece, marcaría un rumbo colectivo nítido. En todo caso, me conformo con políticas de Estado que, aunque genéricas, marquen un rumbo amplio resultado de esos acuerdos entre distintas visiones del mundo.
Y aquí sumo otro elemento que no me parece menor: no se puede refundar un país con medio país en contra de la refundación. Las metas de un gobierno, entendido como ese pasamano entre unos y otros, deberían ser más humildes y aburridas que inventar el país desde cero cada vez que un partido distinto llega al gobierno. Metas modestas como mejorar lo que sea mejorable, corregir lo que parezca estar mal, explicar las cosas que no queden claras de sus políticas y, esto es clave, buscar los apoyos más amplios posibles para llevar a cabo esas mejoras. Si algo debería haber dejado en claro el fin de ciclo del Frente Amplio en el gobierno nacional es que señalar a la mitad de población como retrógrada, “facha” y demás lindezas, polariza el clima político y vuelve virtualmente imposible el diálogo con la otra mitad. Imposible hasta el punto de no poder conseguir el puñadito de votos que necesitaba Daniel Martínez para salir victorioso en la segunda vuelta.
Terreno estable debe haber para que los ciudadanos se puedan proyectar y que no piensen que se van a quedar sin, por ejemplo, salud pública. La misma clase de estabilidad que se pide para los inversores que, calculo, algún empleo van a producir. Y cuyos empleados deberían ser, precisamente, los ciudadanos de un país con una normativa clara, estable y que todos cumplen (y cuánto fallamos en este último ítem). ¿Será mucho pedir que la política sea esa gris gestión de lo colectivo que nos libere (o por lo menos, nos afloje la presión) de la sensación de que el piso se disuelve cada tanto debajo de nuestras plantas? Suena aburrídisima una política así. Y eso es casi lo único que pido que sea.