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    Superhéroes del Renacimiento

    Obras maestras: la Batalla de San Romano, un tríptico de Paolo Uccello

    El condotiero Niccolò da Tolentino observa su armadura en el espejo: unas veinte piezas de hierro forjado que su ayuda de cámara arma como un mecano sobre su cuerpo, desde el yelmo, las hombreras, el peto y el espaldar, hasta los guantaletes, las rodilleras y los escarpes. Hay que saber moverse dentro de semejante aparato. Niccolò da Tolentino luce impecable, luminoso, y así defenderá a la bella Florencia, la ciudad de Dante, la de sus inconfundibles palacios e iglesias color terracota, la de los negros cipreses. Y lo hará por amor, por honor y por dinero. Un condotiero es un señor de las armas, un patriota. En realidad, hay una palabra que lo define mejor: mercenario. Perfectamente podría ser el Clint Eastwood o el Lee van Cleef de un western spaghetti del medioevo.

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    También frente a un espejo y calzándose una armadura está Bernardino della Ciarda, otro valiente y honorable condotiero, que prefiere la belleza de Siena, con sus incomparables palacios e iglesias, también de color terracota, o la fastuosidad de Milán, cuya catedral es la más grande de todas. En el fondo, a Della Ciarda, la belleza de Siena o de Milán o de Roma o de Venecia o de Florencia le importan un bledo: él hace las cosas por dinero. Mañana, 1º de junio de 1432, muy cerca de Lucca, será el líder de los sieneses en un caballo blanco. No lo sabe, pero caerá ante la lanza del jinete florentino.

    Ajeno a las armas, al honor militar e incluso al dinero, tenemos a un hombre meditabundo, perdido en sus pensamientos, que da vueltas por allí con lápices y pinceles, se detiene ante la belleza del paisaje y toma nota, traza bocetos, ensaya tonos de luz. Tiene preferencia por los pájaros. En su casa hay cantidad de dibujos de aves de todos los tamaños y colores. Se diría que su propia cabeza está llena de pájaros. Apenas duerme de tan ensimismado que se encuentra en el estudio de los planos y las líneas de fuga. Su gran obsesión es la perspectiva. Se llama Paolo Uccello y plasmará uno de los más imponentes combates de la historia de la pintura: la Batalla de San Romano, un enorme tríptico que le ha encargado Leonardo Bartolini Salimbeni, quien estuvo en la contienda y no se cansa de relatar, como un loro parlanchín, cómo fueron las cosas. Se estima que Uccello pintó los tres paneles (cada uno mide 180 x 320 cm) entre 1438 y 1455.

    Podemos ver a Salimbeni excitado, extasiado, paseando delante del tríptico exhibido en su palacio y teatralizando la batalla para sus invitados, explicando estrategias de retaguardia, señalando jinetes caídos, ubicándose él mismo en el cuadro y elogiando los magníficos, únicos, incomparables caballos de Uccello. En 1484 Lorenzo el Magnífico compró los tres paneles —témpera sobre tabla— para el palacio florentino de los Médici, y a partir de allí fue Lorenzo quien se dedicó a explicar a los invitados el ruido de la batalla, las lanzas contra las armaduras, el relincho de los caballos, el grito que desciende hasta el ahogo de los soldados caídos.

    Cuestiones relativas al poder y también al dinero llevaron a que la Batalla de San Romano se dividiera en tres grandes museos de tres grandes ciudades: la National Gallery de Londres (Nicolás de Tolentino liderando a los florentinos), el Louvre de París (Intervención decisiva al lado de los florentinos del condottiero Micheletto da Cotignola) y la Galería Uffizi de Florencia (Nicolás Mauricio de Tolentino derriba a Bernardino della Ciarda en la batalla de san Romano). Y en ese orden, suponemos, ocurrieron los momentos clave del enfrentamiento. La tabla que se mantiene en su ciudad natal muestra, en el centro, la caída del condotiero Bernardino della Ciarda en su caballo blanco, a manos de Niccolò da Tolentino. Hay dos caballos azulados tendidos en un juego de perspectivas, que luego influiría en el famoso Cristo de Mantegna, y otro caballo naranja que levanta sus patas traseras. En un mar geométrico se confunden los soldados con lanzas en posición vertical y horizontal, las ballestas, las crestas de los cascos, las trompetas y los mazzocchios, esos sombreros florentinos con volumen de rosquilla. Al fondo, como si alguien hubiese bajado un telón teatral, escenas de caza, un perro flaco, liebres. Más al fondo, otro telón, otra perspectiva, con más campos y caballos. Para su ubicación temporal, es una clásica pintura del quattrocento italiano, pero tiene una tremenda banda sonora y mucho movimiento, y además, con un toque de modernidad que por momentos la transforma en un cómic de superhéroes.

    Existe otra obra maestra de Uccello, La caza en el bosque (témpera y óleo sobre tabla, 1470), que además del estudio de la perspectiva y del punto de fuga hacia la inquietante oscuridad del bosque, nos muestra un caballo y su jinete en el momento preciso de detener la marcha, la frenada antes del choque. En ese detalle del cuadro, en ese recorte que capta pura inercia, está alojada la técnica de animación de Walt Disney.

    Dejando de lado algunos viajes a Venecia y Bolonia, Uccello (1397-1475) prácticamente no salió de Florencia. Para qué. En sus 78 años de vida dejó los ojos pintando imágenes religiosas en varias catedrales, conventos y hospitales. Y en más de una oportunidad, a cambio de un pedazo de pan y un caldo sucio. Cuentan que en un iglesia de San Miniato fue tan miserable la comida que el abad servía a los pintores (queso, sopa, queso, sopa…), que Uccello se rebeló. Un artista jamás abandona sus creaciones, y menos aún si están los colores de Dios en juego. Su protesta fue singular: empleó un azul atípico, que para un pintor es algo así como mandar las figuras al fondo del mar.

    Amaba las matemáticas, que son una forma de entender el mundo y también de acariciar las cosas. Es la ley de las proporciones: la mosca no puede tener el mismo tamaño de una tarántula; el caballo no puede ser menor que el perro. De estas cosas hablaba con los escultores Lorenzo Ghiberti y Donatello. Y también se tomaba unos vinos con Brunelleschi y discutían la distancia exacta, en centímetros, que debía recorrer una cucaracha para completar el radio de la cúpula de Santa María del Fiore. Brunelleschi diseñó la basílica de la catedral, el campanile es de Giotto y Uccello pintó algunos frescos, las figuras del reloj y el monumento funerario a Sir John Hawkwood, otro mercenario, esta vez británico, fundamental en la defensa de Florencia contra Milán.

    Marcel Schwob, uno de los escritores que prefiguraron el universo borgiano, dijo que Paolo Uccello intentó concebir el mundo tal como se reflejaba en los ojos de Dios, “que ve surgir todas las figuras desde un centro complejo”. Y así remata, en Vidas imaginarias, el fin del gran pintor del Renacimiento: “Encontraron a Uccello muerto de agotamiento en su jergón. Su rostro estaba radiante de arrugas, sus ojos fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano estrictamente cerrada un pequeño círculo de pergamino cubierto de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvía de la circunferencia al centro”.