Tiempos de hueco lustre moral

Tiempos de hueco lustre moral

escribe Fernando Santullo

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Nº 2143 - 7 al 13 de Octubre de 2021

Hace unos años, allá por 2013, hice una serie de columnas de opinión sobre actualidad en clave de música y rima. No eran muy distintas de estas que hago ahora, salvo porque el formato me obligaba a 1) componer alguna clase de base rítmica y musical sobre la cual “contar” o “narrar” lo que quería decir, y 2) el texto, la narración debía tener cierta cadencia, cierta rima, que hiciera fluido el verso que intentaba vender. Es decir, lo que comentaba debía tener algo de “rapero” para funcionar y resultar mínimamente audible. El experimento duró poco menos de un año y lo interrumpí porque me fue imposible hacer uno de esos contenidos cada semana, dedicándome al mismo tiempo a otro puñado de actividades.

Una de aquellas columnas se llamó El país de como si y en ella intentaba señalar la distancia que existía en Uruguay entre aquellas cosas que el país decía o creía sobre sí mismo y lo que las cosas realmente eran. La distancia existente entre la declaración y los hechos, entre la autopercepción y la realidad a pie, de calle. Cuestionaba especialmente la idea de que basta con cambiarle el nombre a algo para que ese algo deje de operar y existir en la realidad. De que, si renombramos las cosas y nos empeñamos en la tarea de que los demás nos hagan caso, la realidad se moverá de manera natural y necesaria exactamente en la dirección que nosotros deseamos.

También apuntaba allí la distancia que existe entre las practicas y las acciones: ¿cómo podés declararte inclusivo si usás tu neolengua como una seña de identificación social y superioridad moral, excluyendo de manera intencional a quien no hace uso de tus piques de ingeniería social modernosa? O pensando en el presente, ¿cómo podés decir que tenés una alta sensibilidad social cuando tus prácticas de gobierno recortan, en pro del supuesto bien mayor del equilibrio fiscal, parte de los recursos públicos disponibles para quienes más los necesitan? En resumen, que existe una distancia entre aquello que declaramos es bueno y deseable para la sociedad y lo que después efectivamente hacemos.

Ahora, si nos guiamos por la idea de que lo que no está prohibido está permitido, y si vivimos en sociedades que delegan la solución de esta clase de distancias en el gobierno que los representa, podemos llegar a pensar que en el plano individual esa contradicción no existe: puedo ser igualitarista y al mismo tiempo ser dueño de una estancia, ya que resolver ese asunto, el de la igualdad, es un problema público, no uno individual. Y que lo que uno hace en ese plano individual no se relaciona de manera necesaria con lo que se reclama en el colectivo. A mí ese dilema me recuerda al cantante de Jamiroquai, la popular banda funk británica: el hombre era un fervoroso militante ecologista que en cada show recordaba a su público la cantidad de males que nuestro consumo enloquecido le hace al planeta y, al mismo tiempo, era dueño de una inmensa colección de autos de lujo, con motores enormes y contaminantes.

Hablando sobre estos asuntos, en particular sobre la distancia que se le plantea a quien dice ser igualitarista y al mismo tiempo es rico, el filósofo español Manuel Arias Maldonado (cita frecuente en estas columnas) recuerda que “el igualitarista de inspiración marxista dirá que su empobrecimiento personal no sirve para modificar la estructura social que está en el origen de la desigualdad: la caridad del rico no sirve para acabar con el poder desigual de las distintas clases sociales”. Sin embargo, agrega, “lo mínimo que puede esperarse de un igualitarista es que honre su creencia. Por el contrario, si la única diferencia entre él y los demás está en aquello que dice, nada impide que lo tengamos por un simple ventajista que espera obtener réditos morales sin realizar sacrificios materiales”.

¿A qué salida recurre el igualitarista para no caer en esa trampa, en esa distancia que lo hace parecer un cínico, en alguien que proclama lo que luego no hace? Al mitigacionismo en lugar de prioritarismo, esto es, a que el asunto sea una cuestión de grado decreciente y no una cuestión de cero o cien. Y a que, sobre todo, sea un tema público. “Para el mitigacionista, será el Estado quien deba establecer a qué ritmo y mediante qué medios realizará ese objetivo; si el Estado fracasa o se demora, eso no es culpa del votante adinerado, que por lo tanto se conforma con una aspiración general hacia una mayor igualdad”, dice el filosofo español, y agrega que “lo ideal sería que su discurso se acomodase a tal creencia, pues solo así sería posible evitar por igual la incoherencia y la hipocresía. Pero no siempre será evitable: quien se profese partidario de una mayor igualdad y sin embargo tenga —un suponer— 15 pisos en propiedad estará asimismo incurriendo en una inconsistencia poco disimulable al acumular muchos más recursos de los que necesita para llevar una vida desahogada”.

Por eso, para Arias Maldonado, en este caso “lo moralmente valioso será aquello que los individuos hagan más allá de las leyes: de manera voluntaria. Y un igualitarista adinerado que no haga nada al margen de las leyes quizá no sea un hipócrita, aunque lo será si exige a los demás que hagan lo que él mismo no hace, pero difícilmente podrá postularse como un ejemplo moral”. El ejemplo que usa Arias Maldonado es el del “igualitarista rico”, pero esa distancia, la que va entre la práctica y el discurso, existe prácticamente en cada ámbito de nuestra vida en común: ocurre en el ejemplo del cantante de Jamiroquai, ocurre en quien firma proclamas ecologistas que obligarían a la sociedad a hacer determinados sacrificios en su comodidad y al mismo tiempo es incapaz de apagar el aire acondicionado durante los tres meses de verano.

La distancia entre el dicho y el hecho existe desde siempre y está muy extendida, pero resulta especialmente sangrante (incómoda, pesada, cargosa) cuando se plantea desde el altar de la superioridad moral. Cuando se señala con dedo acusador a todo aquel que no se pliegue a la demanda política propia, sea esta dicha en nombre de un colectivo o, peor aún, del “pueblo”, esa entidad brumosa que sirve para un roto y para un descosido, dependiendo de quien lo cite. Resulta especialmente molesta cuando se ejerce como “la exhibición pública de una presunta virtud moral que permite al individuo retratarse de manera favorable a ojos de los demás”, dice el filosofo español.

En realidad, quizá la existencia de esa distancia, que en tiempos recientes (y no tanto) se viste con la necesidad de proclamar la propia superioridad moral sin que eso tenga el menor costo individual (Jamoriquai again), nos esté hablando de la superficialidad de nuestras supuestamente firmes y profundas convicciones. Como concluye Arias Maldonado, “aspirar a la coherencia total es una vocación de fanáticos. Pero conformarse plácidamente con la incoherencia propia —beneficiándonos mientras tanto del lustre moral que proporciona un discurso de apariencia impecable— acaso tampoco sea mucho mejor”.