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El fin de la Guerra Fría, es decir el fin de la división del mundo en una esfera controlada por la OTAN y otra controlada por el Pacto de Varsovia, llevó al surgimiento de un universo de centros de poder. Se tardó mucho tiempo en intuir las consecuencias de esto y me animo a decir que aún es demasiado temprano para poder comprenderlas del todo.
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La bipolaridad ha sido suplantada por la multipolaridad. También el papel de los diferentes Estados ha sido redimensionado, mientras que la aplastante superioridad de la OTAN sobre la capacidad militar de Moscú y sus aliados ya no tiene los efectos que podría haber tenido anteriormente. Hoy, hay muchos actores nuevos que pisan fuerte en la escena mundial.
Un ejemplo: Google tiene un capital disponible que duplica al de las reservas oficiales de Argentina. A su vez, el capital disponible de Microsoft casi triplica al de Google y el de General Electric supera al de Microsoft. Cualquiera de estas empresas, o de los mayores fondos de jubilación e inversión, tiene un peso financiero mucho mayor al de varias docenas de países.
Otros actores que hoy juegan un rol preponderante son los grupos fundamentalistas, las Iglesias militantes, las organizaciones abocadas a la generación de corrientes de opinión, etcétera.
El mundo que surgió luego de la caída del imperio soviético es mucho más dinámico, más imprevisible, en varios sentidos más peligroso pero también más rico en posibilidades. ¡No es raro que la izquierda conservadora añore los años dorados del período soviético!
Quienes estudian la geopolítica (más conocida como Realpolitik) suelen distinguir entre la geopolítica original, llena de elementos “duros” (geografía, clima, distancias, poderío militar, tamaño de la población y nivel de riquezas, acceso a costas e islas y demás datos geográficos, políticos y sociales) y los elementos “suaves” que caracterizan la geopolítica actual (la tecnología, la cultura y el nivel educativo de una población, la religión, las instituciones, la producción energética y otras cosas por el estilo).
Baste un ejemplo de las consecuencias que ha acarreado el desarrollo tecnológico: ya no importa el acceso al mar de un determinado país o el espacio físico (la distancia) existente entre dos puntos del planeta cuando un misil lo atraviesa en un par de segundos.
Otra característica de este método de análisis es la atribución de intereses nacionales a los diferentes países. Para la Rusia de los zares, por ejemplo, el tener costas sobre el Báltico fue de vital importancia. Ni el sistema soviético ni el período intermedio ni el actual régimen autoritario de Putin han cambiado de opinión.
La neutralidad sueca, la política exterior pendular de Italia y el mantenimiento de la influencia planetaria de Francia son otras muestras de esos intereses vitales que trascienden el color político y la textura ideológica de los gobiernos de turno en dichos países.
Los intereses nacionales impulsan políticas de Estado, es decir políticas que tienen en consideración el interés vital de largo plazo de un país y no los intereses cortoplacistas de un partido político (o, incluso, de un personaje político) en especial.
También Uruguay tiene sus intereses vitales. Su ubicación periférica en el Atlántico sur, su papel de manteca que separa las dos mitades del sandwich formado por países mucho más grandes y fuertes (un algodón entre dos cristales, como lo definió poéticamente el “padre de la patria”, Lord Ponsonby), y cosas como su base económica, su nivel cultural y otros datos poblacionales determinan la línea geopolítica que debe seguir el país, independientemente del color ideológico de quien ostente temporalmente el gobierno nacional.
Esto ha sido así durante la mayor parte de la historia uruguaya. Pero un día llegó Mujica, el mismo que sostuvo que la política era algo superior a las formalidades jurídicas (y que, por lo tanto, el capricho personal de una persona era superior a la ley) y echó por tierra más de un siglo de esfuerzos por fortalecer la posición uruguaya en el mundo.
A nombre de una patria grande que solamente existe en el imaginario afiebrado de un puñado de desnorteados, Uruguay sacrificó la defensa de sus intereses vitales (neutralidad, búsqueda de acuerdos con la mayor cantidad posible de países y no pertenencia en alianzas que amenacen su soberanía, entre otras cosas) y entregó las llaves de esa soberanía a los dos elefantes que habitan en sus costados: Argentina y Brasil.
El mal que le ha hecho Mujica a Uruguay es de un calado muy profundo y aún no se han comprendido las consecuencias que acarreará a mediano y largo plazo. A propósito de calados: esa entrega de la soberanía mujiquista ha implicado, entre tantas otras cosas, que los canales del Río de la Plata, decisivos para el bien del país, no se hayan mantenido en forma debido a los intereses argentinos.
En castellano, bien podría decirse que la política llevada adelante por Mujica es muy parecida a una traición a la patria.