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    Treinta años no es nada

    Musso y Seveso en el MNAV

    Lo primero que aparece es el blanco. O mejor, los blancos enormes donde surgen los colores. Los blancos donde los colores chorrean desorbitados, desencajados. Pero hay blanco luminoso por todos lados. Sobre todo en la pared izquierda del ancho corredor del primer piso del Museo Nacional de Artes Visuales. La exposición rodea el edificio, lo ilumina. Como pocas veces, el espacio allí se agiganta, adquiere una perspectiva inédita. La culpa es de los cuadros, de una pintura impactante que genera un gran cinturón de imágenes, deseables, complejas, imponentes como pocas veces uno ve en una muestra montevideana. Esa es la primera impresión, luego viene la otra, la de cerca, la más íntima y profunda, la que sorprende con sutilezas que desarman. Vienen tonos más oscuros, ocres, pintura más plana, los bosques y las sombras. Pero al principio son grandes cuadros con fondos blancos y núcleos de colores donde la pintura florece a empujones furiosos.

    Es la pintura de Carlos Musso (1954) la que aparece primero. Grandes cuadros de dos metros por uno y medio, en colores claros donde predominan distintos tonos de notable intensidad, verdes y naranjas detenidos un poco antes del destello furibundo, en ocres y agua, en celestes y rojos suaves. Hay negros también, ciertas geometrías, líneas y salpicaduras, algún objeto bien detallado como una silla o una taza de café sobre una mesita; óleo mezclado con grafito y otros materiales en combinaciones inesperadas. Pero lo que rompe la vista es el blanco y la irrupción de colores que parece nacer de esa claridad. Y lo que desacomoda la percepción es el juego de pinceladas que arrastran las formas hasta dejarlas en el punto de fuga, en la sensación de desorden y desajuste. Allí hubo una imagen reconocible, parece decir el artista y suelta el pincel que se deja llevar para convertirla en sugerencia de algo, como un objeto derretido o un cuerpo descuartizado, barrido por la propia pintura. Pero no es grotesca ni chocante. Lo que queda es una imagen de gran impacto, dramática pero en cierto punto todavía seductora, incluso amable, con la que se puede tener cierta empatía.

    Sin título, de Carlos Musso

    Es curioso cómo una obra tan categórica y plena, de pinceladas contradictorias, de mirada fulminante y territorios atropellados por el color aparentemente desprolijo, puede generar tanta claridad de espíritu. Debe ser la sensualidad, la fuerza de la materia, la textura, el encuentro de esos colores inesperados. Hay un giro sustancial en la pintura de Musso y es notable. El expresionismo late en otro cuerpo; el informalismo se abre camino por otras vías, más livianas tal vez, menos cargadas y oscuras.

    Del blanco inicial, Musso pasa a fondos lisos, naranjas o amarillos, “escenas” más elaboradas y pobladas que seducen con la intensidad de la vida. Es un paisaje que denota inconsciencia y dolor, pero sobre todo, la imagen feroz de la libertad. Feroz en el sentido inicial, de actividad impulsada por el deseo y la necesidad: la libertad arrolladora de la creación.

    Luego viene la obra más velada de Carlos Seveso (1954), el otro expositor. Ambos, amigos desde siempre, decidieron celebrar sus 30 años de trayectoria y amistad con una muestra de sus últimos trabajos. En realidad, sus últimos trabajos, recién terminados, frescos, seguramente renovaron su larga amistad y proyección artística. Cada uno en lo suyo, cada uno por su lado, pero los dos juntos.

    La obra de estos artistas es notoriamente personal. Pero dialoga, se entrevera en el otro, lo señala. Como el cazador furtivo que apunta con un arma en los cuadros de Seveso. Es una figura que se repite en diferentes niveles de ocultamiento. A veces aparece, entre las líneas pesadas del bosque, entre la maleza que no permite la claridad. En otros cuadros, se ve como una silueta, una pequeña figura que descompone el orden natural. Aquí, el desajuste es un presagio, una especie de tormenta emocional, una alerta ante el estallido en el silencio del paisaje. Entre las pinceladas y el orden anterior de los colores, se incrusta esa silueta como alguien que no debería estar allí. Es tremendamente sugerente, doloroso y angustiante. Esta figura está metida en la conciencia de la humanidad, en el lugar donde todo está o podría estar en calma y plenitud. Allí irrumpe el horror y dispara contra toda vida posible, aunque no aparezca otra figura humana.

    Apunta al blanco de Musso, aunque nunca haya sido ese el propósito. Es inevitable. Ese cazador eleva su actitud terrible, devastadora, sobre la humanidad que Musso sugiere en pedazos. Aparece en la obra de Musso como evidencias de un mundo en tiras, a fuerza de pincelazos, más allá del bosque. Más pequeña y sutil, la obra de Seveso ofrece una violencia contenida, el sufrimiento en suspenso, el acecho. Es vital y trascendente. Es magnífica en su postura frente a la vida pero también frente a su propia pintura.

    Casi al final, hay un cuadro con barras plateadas en acrílico y pigmento rojo que envuelve a una figura más definida, recostada sobre una cuna de sangre oscura. Se llama “Contraluz”. Es la síntesis de un trayecto vital y artístico. Es la belleza en estado maduro, en pleno reconocimiento de sus capacidades. La síntesis de dos grandes amigos y mejores artistas.

    “Musso/Seveso”. En el Museo Nacional de Artes Visuales (Parque Rodó). De martes a domingos, de 14 a 19 h. Hasta el 31 de julio.