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Nunca se llega tarde a un festival de cine. La programación cambia de un día al otro y el festival vuelve, así, a empezar de nuevo. De eso trata de autoconvencerse este cronista al llegar un jueves en la tarde a un evento que empezó un martes. Las etiquetas con nombres ya cuelgan entre los invitados y la Sala Cantegril, el lugar de proyección más concurrido del Festival Internacional de Cine de Punta del Este, organizado por la Intendencia de Maldonado, recibe a las visitas frecuentes que intentan hacerse de las mismas butacas a las que les tomaron cariño.
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Parte del encanto de toparse con un montón de películas agolpadas es correr de una a otra y aprender a hacerlo: calcular la duración de los anuncios de los auspiciantes para evitarlos; encontrar cualquier oportunidad para beber otro café más y tratar, en lo posible, de no decir ninguna barbaridad a la salida de una proyección. Nunca se sabe qué corazón de cineasta incipiente puede romperse.
Como otros de su clase, este festival es un juego de elecciones. En favor de mantener un circuito de exhibiciones simultáneas dentro del departamento, ir a ver una película elimina la posibilidad de ver otra. Aunque los transportes internos del evento funcionen (un sistema de alquiler de bicicletas sería bienvenido en el futuro), la selección de qué ver y cuándo verlo carga siempre con algo de derrotismo.
Así fue cómo en esta ocasión quedaron por verse las películas de Roman Polanski, Costa-Gavras y un Federico Fellini bajo un lente retrospectivo. En su lugar, la elección fue motivada por una curiosidad vecinal. Dentro de su competencia oficial, el festival hizo hincapié en películas latinoamericanas de los últimos años, hechas antes y durante la pandemia. Se destacaron, a lo largo de tres días, tres ejemplos de un cine regional ambicioso, estimulante y diverso.
De ellos dos
Es la segunda función del jueves y en la Sala Cantegril una pareja, acompañada de una niña y otros adultos, se queja de una fe de erratas en el catálogo del festival mientras espera a ser convocada al escenario.
Ulises Porra y Silvina Schnicer son una dupla de directores. Él es español y ella es argentina. Han venido, junto con su hija, a presentar Carajita, una producción dominicana. Suben al escenario y no adelantan mucho. Esperan que la película, su segunda obra en conjunto tras Tigre (2017), hable por ellos. Unos días más tarde volverán al mismo escenario para recibir el Premio Litman a la Mejor película del festival.
Carajita es un drama familiar sobre el vínculo entre una adolescente de la clase alta dominicana y su niñera, que se altera por una fatalidad. Una mezcla de suspenso social sin miedo al realismo mágico que generó murmullos de elogios cuando comenzaron a pasarse sus créditos.
En una conferencia posterior a la proyección, Porra y Schnicer removieron enseguida los prejuicios que tienen a veces los proyectos realizados “por encargo”, como fue su caso. Convocados a trabajar en una historia en un país y cultura que desconocían, terminaron filmando antes y durante el brote del Covid-19. Al rodaje lo recuerdan hoy de forma placentera pero también los obstáculos.
¿Qué es más difícil, emular una lluvia torrencial nocturna en un bosque tropical, filmar una decena de cabras en una habitación o iniciar tu película con el monólogo de una protagonista que está aguantando la respiración bajo el agua? “Son todas complicadas y en todas tuvimos dificultades”, respondió Porra a Búsqueda. “Buscamos la posibilidad de hacer una película política donde importa más retratar el sistema en el que están incluidas las protagonistas y cómo los círculos que las contienen reaccionan ante la pérdida”.
Porra y Schnicer se conocieron hace años en uno de los departamentos técnicos de una película y han dirigido en conjunto desde entonces. Con futuros proyectos por separado en el horizonte, Punta del Este los presentó, y celebró, como una familia de cineastas.
Al agua
El director chileno debutante Nicolás Postiglione lamentó no haber traído a su “guagua” con él a Uruguay para acompañar el estreno de su película, Inmersión. También reconoció que los tiempos de un festival no suelen sincronizarse tan bien con los de un bebé y celebró la audacia de sus colegas, los padres cineastas.
Inmersión también plantea el choque entre dos clases sociales y los prejuicios de una hacia la otra. Pero la apuesta aquí es de género: un thriller puro y duro. Filmada en el lago Lanalhue, en la región del Biobío, la película sucede en su mayoría sobre un velero, donde el actor chileno Alfredo Castro interpreta a un padre, quien, mientras navega junto con sus dos hijas, se niega a socorrer a un grupo de muchachos que se están hundiendo con su barca debido al aspecto de la tripulación.
Inmersión, que recibió en el festival el premio Mejor película de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay y un reconocimiento a la labor de Castro, es una película tensa, de ejecución sólida y con ese atractivo adicional que tienen las historias con pocas locaciones. De estrenarse en Netflix, con una buena promoción, tiene todos los ingredientes necesarios para escalar al ranking del consumo popular de la plataforma.
También es, desde un punto de vista de producción, una locura que Postiglione lo haya aceptado como su primer proyecto de cineasta. “Inmersión partió de la frustración de no poder hacer otra película”, confesó, y recordó el camino que lo llevó a filmar embarcado durante dos semanas y media. “Dime un director de toda esta weá que pueda decir que en un par de semanas logró algo así”, bromeó.
El esquema de filmación parece salido de las fauces del mismísimo Bruce, de Tiburón. La flota cinematográfica consistió en un barco con los actores, un bote de producción, un “minitaxi” que traía elementos desde la costa y otro para que la cámara pudiera moverse con mayor libertad. “Fue un delirio y tratábamos de no morirnos en el intento. No había tiempo para equivocarse”, apuntó el cineasta, que se encuentra en preparativos de estrenar en su país. “Al cine no le creí mucho. Menos en la pandemia, la gente quiere ver a Spiderman”, señaló pensando en el futuro de exhibición de su película. “Le tengo fe a las plataformas y es lo que más me gustaría. Que se vea. Ese es el nuevo cine y cerraría el círculo de este proyecto, estando a un clic de toda Sudamérica”.
De Medellín a Cannes
Otra película para destacar por ser la más distintiva del festival es Amparo, del director Simón Mesa Soto.
La historia ocurre en Colombia, en la década de 1990. La actriz no profesional Sandra Melissa Torres interpreta a una madre soltera que intenta, durante una noche, rescatar a su hijo reclutado por el ejército para combatir en un frente de guerra del país del que pocos vuelven. Encuadres asfixiantes, un relato a contrarreloj y un protagónico estupendo se combinan en una pieza memorable.
Torres, que fuera de la pantalla tiene una presencia escénica encantadora que se opone a la de su personaje, hizo de Amparo un fenómeno. La película y su actriz llegaron a Maldonado con un importante reconocimiento de peso bajo el brazo: en 2021, Torres recibió el premio Fundación Louis Roederer de la Revelación femenina en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes.
Madre de dos hijos y empleada en almacenes de dispositivos eléctricos, Torres reside en el barrio Sol de Oriente, un sector en lo alto del noroccidente de Medellín. Para ella el premio de Cannes significó un cúmulo de nuevas experiencias: su primer festival de cine, entrevistas en la Costa Azul de Francia, fotos en la torre Eiffel y un reconocimiento inesperado por las calles de su barrio.
De Punta del Este se volvió con un nuevo galardón: el Premio Litman a la Mejor actriz. En la escala más reciente de un viaje por festivales, Torres recordó el cambio radical de su vida y cómo fue enterándose de la magnitud de su pasaje por Europa: “Pensaba que todos los que hacen cine atravesaban un mismo proceso con el mismo final. Yo creía que todo el mundo llegaba allá. Me entero de que estuve en el mejor de los festivales. Si allí estaba emocionada, aquí mucho más”, agradeció.
Hubo otras victorias más allá de las de Carajita, Inmersión y Amparo. El festival también premió, entre otros, al actor y ahora director brasileño Wagner Moura por su película Marighella y al director argentino Fernando Spinner por el guion de Inmortal. El premio a Mejor película por voto del público fue para El año de la furia, del director español Rafa Russo. No hay duda de que esos otros títulos se ganaron sus reconocimientos, pero a final del día participar de un festival de cine como el de Punta del Este solo le permite a uno ver una parte de lo prometido. Con algo de suerte, las elecciones para la próxima edición serán tan alentadoras como estas últimas.