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Como parte del “Ciclo de los Grandes Músicos Uruguayos”, Enrique Graf presentó en el Teatro Solís un programa ambicioso y bien estructurado. De Mozart a Tosar, pasando por Beethoven, Chopin, Rachmaninoff y Gershwin, la selección no esquivó ningún desafío para el pianista.
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Graf es un artista sólido, con un sonido redondo, una perfecta articulación en ambas manos y un gran control que lo aleja de cualquier manierismo, aunque en algún autor quizás ese control conspire contra una mayor expresividad. Su piano canta cuando debe cantar y nunca es golpeado en los fortísimos. Aún así, el recital del pasado lunes 22 fue desparejo, con lo cual se hizo obvio, a medida que pasaban los minutos, la mayor o menor afinidad del intérprete con los distintos autores.
Graf se sintió muy cómodo con la “Sonata en Do mayor IK.545” de Mozart (1756-1791). Conocida como una “sonata para principiantes”, fue escrita, sin embargo, tres años antes de la muerte de su autor, por lo que amalgama el encanto de la sencillez con la profundidad de un compositor genial y maduro. El artista brilló aquí en toda la línea, con un sonido a la vez delicado y robusto en el que hubo lugar para la hondura expresiva, para una articulación impecable y para varias sutilezas de matiz.
Bajó un escalón con la “Sonata en do menor op.13 ‘Patética’” de Beethoven (1770-1827). Escrita apenas once años después que la de Mozart, los cambios estéticos en ese brevísimo lapso son totales y revolucionarios.
Graf mostró nobleza de canto en el Adagio, pero los movimientos extremos, en general correctos, no despegaron en expresividad. Luego, la “Balada N°4 op.52” de Frédéric Chopin (1810-1849) tuvo un enfoque general reposado que delineó a un Chopin contenido quizás en demasía. Es que ni con Beethoven ni con Chopin pareció Graf tan consustanciado como lo había estado con Mozart.
La segunda parte repuntó con Rachmaninoff (1873-1943), cuyas “Tres piezas de fantasía op.3” congeniaron mejor con el ejecutante. Este cronista habría preferido un enfoque de la “Elegía” más desgarrador y menos dulce, que subrayara mejor el dramatismo del crescendo final. Pero esta es una apreciación personal que no le quita validez al enfoque de Graf.
El “Preludio en do sostenido menor” fue irreprochable en todos los aspectos y, con las dificultades del “Polichinela”—la menos interesante de las tres piezas—, el solista pudo exhibir su bagaje técnico.
Como en la primera parte, luego de este buen comienzo bajó un escalón con los “Tres preludios” de Gershwin (1898-1937).
Es bueno recordar que Gershwin y Granados son dos mares en los que han naufragado varios pianistas. Pero esto no es, ni ha sido, una catástrofe. Todas las notas están en su lugar y lo que se escucha es inteligible. Aunque eso no es todo: debería además existir algo muy sutil en el fraseo que creara el “swing” en Gershwin y el “gracejo español” en Granados. Y aquí el “swing” faltó a la cita.
De todas maneras, lo mejor llegó sobre el final, con la “Danza criolla” de Héctor Tosar (1923-2002), una composición juvenil de enorme exigencia técnica y expresiva y, fuera de programa, con el “Claro de luna” de Debussy. Estas dos obras breves y de estéticas tan disímiles fueron el mejor vehículo para el lucimiento pleno de Graf.