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    Una clase de literatura

    Columnista de Búsqueda

    N° 1843 - 26 de Noviembre al 02 de Diciembre de 2015

    Bajo el cruel imperio del temperamento romántico era un timbre de honor el ademán de la originalidad; época de héroes y de aventureros, se creía que un sujeto que ponía por primera vez su pies sobre una tierra ignota era mejor que cualquier vulgar caminante de las villas y ciudades. La originalidad se celebraba como una cualidad artística, se pretendía que lo que nunca jamás se pensó o se dijo o se vio era el arte, todo lo otro resultaba una tediosa repetición.

    Para contestar ese pernicioso ademán los clasicistas oponían la historia de la cultura y aun de las artes como demostración que no se trata de ser original sino que, como aconsejó finalmente Paul Valery, se trataba de pensar lo que ya se ha pensado; no es la originalidad sino la profundidad, lo nuevo de cada mirada, no de cada contenido o de cada realidad aquello que merece sentarse a la mesa con los dioses. Algunos ejemplos: Homero no sería quien suponemos que fue sin los mitos y leyendas que lo precedieron, y de los que guardó memoria y ofició su correspondiente recreación; tampoco lo sería Virgilio sin Homero, ni Dante sin Virgilio y sin Stacio; ni Borges buscando vanamente a Beatriz en el sótano de la calle Garay sin Dante. De no haber burlado a su padre, que le escondía las partituras de Vivaldi para que no se distrajera por las noches, Bach hubiera sido un opaco músico de parroquia como lo fue precisamente su padre; pero imitar a Vivaldi, recrear los mismos temas y los mismos recursos armónicos bajo otra luz, hizo de Johan Sebastian acaso el artista ante el que se rinde nuestro agradecimiento.

    Por eso, contrariando mucha opinión políticamente adecuada, considero que detrás de la hipertextualidad hay invariablemente admiración y hay avidez;  y también humildad. El que sale a buscar un estilo, un modelo de armonía es porque quiere empezar su propio camino a partir de algo que domine; la imitación, la paráfrasis, la glosa y hasta aun la mera copia son formas legítimas de la creación en su comienzo. Digo todo esto porque tengo ante mí un divertido opúsculo del abogado Marcel Proust acerca de un sonado caso judicial en la Francia de 1908, donde se cuenta el mismo hecho conforme al estilo singular de distintos escritores; piezas escritas a la manera de Balzac, Flaubert, Sainte-Beuve, Renán, los hermanos Goncourt, Michelet, Saint-Simon.

    La obra es admirable. El tema narrado no tiene tantas incidencias, pero resulta interesante: al parecer un ingeniero eléctrico francés estafó en 64.000 libras esterlinas al presidente de una compañía de diamantes, demostrándole con trucos más o menos habilidosos que había encontrado la forma de crear artificialmente diamantes de la misma calidad que las preciosas piedras, pero a un precio considerablemente menor. El pobre propietario al principio se angustió y luego decidió pagar para sofocar el invento y evitar de esa manera que su negocio se desplomara, pues el tal Lemoine, que así se llamaba el habilidoso, le había dicho que iba a inundar el mercado de piedras baratas. La patraña al poco tiempo quedó al descubierto: lo que Lemoine quería era que bajaran las acciones de la compañía para comprar el mayor número posible. Cuando el hecho salió a la luz pública, Proust, que tenía acciones en esa compañía como muchos hombres pudientes de su clase, en lugar de desesperarse sonrió porque entendía que era una historia que solo alguien como Balzac podría contar como para convertirla en una sardónica tragedia de la ambición humana.

    Y fue así que se propuso contar el affaire Lemoine a la manera de Balzac. Y como le gustó el ejercicio se propuso hacer lo propio, sirviéndose del estilo de Flaubert. Si el supuesto Balzac comienza con un incidente social, diciendo que una velada en la casa de una marquesa, se da una conversación harto matizada, pletórica de digresiones o enriquecida por innúmeros apuntes menores, en la versión de Flaubert la historia se presenta desde una descripción simultánea de clima, olores, lugares, gestos y bien entrado el texto los personajes. Ya con Renán el humor de Proust se vuelve ampuloso, pedante y cargado de suposiciones entrelazadas y de fuertes insinuaciones ideológicas; casi una panificación terminante: “Si Lemoine realmente hubiera fabricado diamantes sin duda habría satisfecho así, en cierta medida, ese materialismo grosero que deberá tener cada vez más en cuenta aquel que pretenda inmiscuirse en los asuntos de la humanidad. No habría dado a las almas ansiosas de ideal ese elemento de exquisita espiritualidad a cuyas expensas, después de tanto tiempo, seguimos viviendo”. Michelet, en cambio, concita un poco de despiadada benevolencia de parte de Proust y lo hace aparecer exaltado por cualquier cosa: “El diamante, esa piedra preciosa, se puede extraer de extrañas profundidades…”.