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    Una poeta caída de la higuera

    “Obra final”, los últimos libros de Juana de Ibarbourou reunidos

    Juana, la niña criada en medio de la naturaleza de su Melo natal. Juana, la jovencita que envía sus escritos nada menos que al escritor y filósofo español Miguel de Unamuno. Juana, la chica sensible que empieza a escribir a los 16 y que, más adelante, antes de llevar al papel sus versos, los recita bajito en el aire, un método que quizás explique la musicalidad de su poesía. Juana, la esposa del militar indiferente a su obra, que desconoce la genialidad y la originalidad de la madre de su hijo. Juana, la mimada por las instituciones, la condecorada, premiada y visitada. Juana, la anciana que muere aislada en su casa, desesperanzada, con más de 80 años y en compañía de su único hijo, Julio César, que la maltrata.

    Los tres conjuntos de textos que se compendian aquí de Juana de Ibarbourou (1892-1979) son asombrosos y están llenos de la luminosidad que suele destellar la más negra melancolía cuando se vuelca a la creación y se convierte en belleza. Obra final se llama el libro con los escritos de quien originalmente se llamó Juana Fernández Morales y más tarde fue bautizada como “Juana de América”.

    A pesar de haber logrado una gran proyección internacional, sus últimas obras circularon poco en Uruguay: “Perdida” (1950), “La Pasajera” y “Diario de una isleña” (ambas de 1967). Esta edición nacional contiene dos prólogos valiosos que ubican al lector en una época y en una personalidad que sobrevuela el imaginario cultural pero que pocos conocen en profundidad. Fueron escritos por el poeta y ensayista Andrés Echevarría y por el poeta y miembro de la Academia Nacional de Letras Jorge Arbeleche, quien conoció a Juana en vida, cuando la visitaba en su casa de los últimos días.

    En esta introducción a Obra final, Arbeleche defiende “La rebeldía de Juana” en contraposición a las lecturas que se han hecho de su poesía y que resaltan su frescura e inocencia. “Hay en ella más sensualidad que sexualidad, sensualidad que se extiende a todos los ángulos y perspectivas de su universo. En este, es ella la dueña del timón y quien indica el derrotero”, opina.

    Echevarría, en tanto, traza un jugoso recorrido biográfico sobre esta autora que comenzó su obra con el libro “Las lenguas de diamante”. Impacta gratamente descubrir la voz potente de esta artista de la que en la escuela, como bien señala Echevarría, sólo se leían los textos más pueriles, como “La higuera”: “Porque es áspera y fea,/ porque todas sus ramas son grises,/ yo le tengo piedad a la higuera.// (...) Por eso,/ cada vez que yo paso a su lado,/ digo, procurando/ hacer dulce y alegre mi acento:/ ‘Es la higuera el más bello/ de los árboles todos del huerto”’.

    Acerca de los “signos transgresores y rebeldes” de la escritura de Juana, Arbeleche apunta: “Es un trazo donde siempre brilla una luz: la de la libertad. Más allá de cualquier oficialismo, de laberintos, de trampas y de máscaras, la poesía de Juana nos descubre un universo abierto a todos los sentidos y sabores, donde se imantan por igual desdichas y placeres”.

    En la poesía de “Perdida”, de 1950, se refleja una escritora de 58 años que habla de la muerte, la vejez y la desesperanza. “Digo mil veces que me estoy ahogando,/ Y sólo veo alrededor sonrisas. // Me estoy ahogando vertical y en medio/ De una avenida gris, ruidosa y lisa”. Allí describe dolores interiores que bien pudieron derivar de algunos avatares biográficos, pues en agosto de 1949 murió su madre, de quien ella dependía para organizarse. Y en 1942 había fallecido su marido, Lucas Ibarbourou, lo cual la dejó en una situación económica complicada.

    Así, Juana escribe con ardor, utilizando imágenes como “el inútil ovario”, “helado sol de desventura” o “flores de llanto”. Y la nostalgia del recuerdo y de lo que no volverá nunca aparece en “Desvelo”: “Es preciso que vuelvan/ Los tiempos aclarados y sin filo,/ El muchacho romántico y la niña/ Que guardaba heliotropos en los libros”. Y otra vez el lamento: “Me duele hasta morirme este cansancio/ De temer cada día el otro día”. O un enorme regodeo en el sentir lacerante y oscuro: “La madreperla de la muerte, abierta,/ Se está bebiendo la bondad del aire”.

    Otros poemas de “Perdida” son “El grito”, “Palabras del frustrado suicida a la muerte”, “Evasión” y “La última muerte”.

    Juana escribe desde su potencia creativa en esplendor, con un léxico selvático y nutrido y un manejo exquisito de imágenes y de metáforas. En el poema “Mala ronda” unos duendes llamados Garrafría, Boca de Pez, Rostrodebúho, Manosinpiel y Malhor se confabulan para torturar a la insomne.

    En cambio, en “Diario de una Isleña”, publicado en 1967, De Ibarbourou estampa pensamientos exquisitos, tiernos y profundos.

    Pero entre tanta imagen lúgubre se levanta la luz de la palabra, como sucede en “Inmensidad”: “Y yo fui la bendita, la colmada;/ Fui la mendiga convertida en reina./ Me levanté tan alta, que podía/ Elegir con mi mano las estrellas// (...) Crecíamos los dos en el prodigio./ Era el amor perfecto de los sueños”.

    Quedan en manos del lector unas desgarradoras páginas que hablan de una inadaptación esencial a los pesares de la vida, de un desfase en el eje de la existencia de Juana que hizo que ella pudiera mirar de una manera original lo que algunos ni siquiera llegamos a percibir alguna vez.

    “Obra final”, de Juana de Ibarbourou. Selección y prólogos de Jorge Arbeleche y Andrés Echeverría. Estuario Editora, 159 páginas, 2012, $300.