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    Una vida de película

    Quedó huérfano a los doce años, en Tucumán, donde había nacido el 30 de octubre de 1893, de padre italiano y madre desconocida, cosas de aquella época donde los hombres dejaban hijos por ahí. En su caso, el progenitor se apiadó de él por el desapego materno y lo llevó a su conventillo y le dio su nombre. Al pibe le quedó de herencia su recuerdo difuso, el amor de ese hombre por la música y una guitarra.

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    Cuando se paró solo frente a la vida, se sumergió en la noche y los boliches, donde unos hombres piadosos, pese al alcohol o por el alcohol mismo, le dieron cobijo.

    No pidió limosna, solo una pieza donde dormir. Casi enseguida consiguió dos pesos por día: la vieja guitarra de su padre sirvió para adosarle un palo, sobre el cual colocó, con pegamento, una armónica que quedaba muy cercana a su boca; tocaba dos instrumentos al unísono y entonaba canciones camperas.

    Fue el comienzo de la vida de película de uno de los padres del tango de la Guardia Vieja: José Luis Padula.

    Pero Padula —a quien pronto le cargaron el apodo de “el Tuerto” por su hábito de cerrar un ojo mientras actuaba— no sabía música. Los intentos por estudiar cayeron en el excusado; es que muy rápido fue un trashumante, un bohemio impenitente, contador de chistes y noctámbulo. Leía y escribía tan mal, que más de una vez estampó su firma en contratos que virtualmente lo robaron o, peor aún, se quedaron con sus derechos de autor.

    Él mismo, aceptando sus limitaciones, contó que, habiéndose trasladado a Rosario, por casualidad halló un piano en el altillo del local que lo había contratado. Cierta vez se animó a tocarlo; lo oyó el patrón, sorprendido, y le propuso duplicarle el sueldo si también se presentaba como pianista: —Agarré viaje, aunque lo mío era de oído, un “orejero” total. Fijate que poco después, en una orquesta local, me dieron el papelito con la música: algo notó el director porque se me acercó y me dijo: “Padula, puso la partitura al revés”. Me disculpé. ¡Pero para mí era lo mismo! ¡Ni la miré!

    “Era un dotado natural, inexplicable —escribió Francisco García Jiménez—, que llegó a tener un estilo limpio, lleno de ritmo y sugerencias, sobre todo en el piano, y que era capaz de crear y tocar tangos, milongas, valses, estilos, vidalitas o lo que sea con idéntica calidad”.

    Padula dejó algunos recuerdos difusos en un reportaje sobre sus dos obras mayores, que integran el parnaso del tango rioplatense: 9 de Julio y Lunes 13, que después quedaría sintetizado en Lunes por iniciativa de Lito Bayardo: —Creo que 9 de Julio lo hice allá por 1908 (¡era un quinceañero!) y el otro un par de años después. ¿Sabés qué pasa? He hecho tanta cosa y he andado por tantos sitios…

    Es verdad. Y si nos quedamos en una lista seguramente incompleta de sus obras hay que anotar los tangos El parnaso, A los distinguidos señores, El taita caballerito, Dulce tango, ¿Qué querés con tu elegancia?, De mis pagos, Memorias, 25 de Mayo (con letra de Cadícamo), Bicho feo, Brindemos compañero, Gemido, Bardi, El guaraní y Tucumán —precioso tema—; los valses Mi vida, Noche de estrellas (también con letra de Cadícamo), La mentirosa y Me duele el alma; la milonga Picante, la ranchera Ñata linda y la zamba Ladrona de corazones.

    La vida de Padula reservó otras peculiaridades: su tango 9 de Julio llegó a tener cuatro letras, quedando firme la de Lito Bayardo por expreso pedido de Agustín Magaldi, que lo quería cantar y se sabe, aunque no quedó registro grabado, que en un encuentro casual en casa del autor, Gardel apareció de improviso y cantó a dúo con Magaldi la ya famosa obra; con orquesta propia, viviendo en Buenos Aires, su primer cantor fue Angelito Vargas; representó a Villoldo, con su guitarra-armónica, en la revista De Gabino a Gardel; y algo más personal: nochero, bohemio, sí, pero armó familia, tuvo seis hijos y la mantuvo unida hasta su muerte en 1945.

    Hay una anécdota más, que algunos entendidos discutirán. Cuento lo que me contaron: en 1936, en el Chantecler, actuaba D’Arienzo, todavía sin un estilo definido; una noche —como solía ocurrir— el director dejó sola a su orquesta durante un tema; el pianista, Biaggi, condujo una versión improvisada y vibrante de 9 de Julio. Cuando llegó D’Arienzo, que la escuchó, se enojó e hizo repetirlo a “su manera”. Un fracaso; la gente quería el sonido anterior. Juan se rindió ante la realidad y dicen, solo dicen, que ahí, por el tango de Padula y el “toque” de Biaggi, nació el inmortal “estilo D’Arienzo”.