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Más de medio siglo después, la bandera de Cuba flamea nuevamente en suelo estadounidense. Los festejos en la flamante embajada contaron con la presencia de trasnochados unicornios azules y viejos carcamanes rojos. Hemos conquistado esto —sostuvo eufórico el canciller cubano— sin haber abandonado nuestros principios revolucionarios.
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Las fotos que inundan la prensa libre mundial muestran sin embargo imágenes insólitas de las ciudades cubanas. Por ellas circulan hombres y mujeres vestidos de pies a cabeza con la bandera de EEUU: la misma que flamea allí donde haya un pequeño brote de actividad privada.
Quizás, la aparición pública de cientos de jóvenes enfundados en la bandera del viejo enemigo de la revolución sea la muestra más compacta del fracaso del socialismo cubano, incapaz de generar un mínimo de riquezas e incapaz también de lograr un profundo cambio cultural.
Con motivo del deshielo entre La Habana y Washington, docenas de periodistas de los principales diarios occidentales entrevistan a cientos de pasajeros que cada semana toman el avión en EEUU para viajar a Cuba.
Hay un dato que no falta en ninguna entrevista: es la cantidad de valijas y paquetes que cada pasajero lleva consigo. Desde pelotas de basquetbol hasta enormes pantallas de televisores plasma, pasando por toda la línea de electrodomésticos, zapatos, ropa deportiva y demás accesorios imaginables. Los pasajeros cargan tanto que los vuelos nunca van llenos: siempre hay, por el contrario, veinte o treinta pasajeros menos del total de asientos. Y es que el negocio de las compañías pasa por facturar el sobrepeso.
En la segunda mitad de los años 70 llegaban al puerto de Ystad —la encantadora ciudad del comisario Kurt Wallander, al sur de Suecia— caravanas interminables de pequeños Fiat Polski, que era la versión polaca del Fiat 600.
El espectáculo era fascinante y con mi suegro solíamos ir al puerto para regocijarnos con esas filas de hormigas de colores agrisados que nunca terminaban de salir de la garganta de los enormes ferries de la línea Ystad-Swinoujscie.
Las hormigas venían vacías. Luego de unas semanas de trabajo en las granjas de la zona, regresaban al vientre de los barcos llevando, adentro y arriba, un cargamento que desafiaba las leyes de la física. Iba allí jabón en polvo y papel higiénico, ropa occidental, café “de verdad” y electrodomésticos que pondrían en apuros la débil red eléctrica de los hogares.
Un día de trabajo en negro en cualquiera de las granjas suecas rendía tanto dinero como un mes de salario en Polonia. Y además, pagado en moneda fuerte, que después sería cambiada en el mercado informal generando mayores ganancias aún.
A pesar de las enormes dificultades que tienen los nuevos empresarios cubanos (burocracia, falta de materias primas, falta de experiencia en el mundo de los negocios), ninguno de ellos da marcha atrás: a poco tiempo de comenzar sus actividades, sostienen, ya ganan diez o veinte veces más que un empleado estatal, cuyo sueldo circula en torno a los veinte dólares mensuales, o un jubilado, cuya pensión no sobrepasa los diez dólares mensuales.
Tiempo al tiempo. Como sucedió en Moscú, a pocos metros del mausoleo de Lenin en el Kremlin, ya abrirá un McDonalds en una de las esquinas de la Plaza de Armas de La Habana, en donde Fidel arengaba a las masas con sus discursos de siete horas y sus promesas de nunca cumplir.
Pronto podrán los jóvenes cubanos ir a tomar un café con donuts al Starbucks más cercano. Ya habrá un local de Kentucky Fried Chicken en el barrio. Ya delirará el público local viendo a los Yankees jugando al beisbol.
Eso por un lado. Pero también en este tema hay otro lado.
Los estudios arqueológicos muestran que ya nuestros parientes neandertales acumulaban joyas y algunos efectos personales que no servían para la caza ni eran terminantemente necesarios para la supervivencia. Aquí hay encerrada una lección que debemos sacar: el paso del hombre por la historia está marcado a fuego por el aumento de los bienes de consumo.
Un noble del siglo XI dejaba en herencia algunos muebles, uno o dos gobelinos apolillados, un arcón con ropa, una espada, un escudo, un par de anillos y quizás una Biblia. Cualquier pelagato actual posee muchísimo más.
Marx estaba patéticamente equivocado: la historia de la humanidad es la historia de la acumulación de objetos.
Y es por eso que me animo a formular una ley universal. Es la que dice que ningún régimen, por más controlado que haya estado —o esté— por el aparato de seguridad, puede sobrevivir a la aparición en masa de los bienes de consumo.
El régimen cubano y sus acólitos festejan el acercamiento con Washington como si fuese una victoria de la revolución. Los representantes de la derecha del exilio cubano acusan a Obama de traición. Ni uno ni otros comprenden que el régimen cubano tiene un cáncer terminal. Está muerto en vida.