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Las relaciones materno-filiales son las más complejas y determinantes. Y tiene sentido que así sea. Uno nace de una madre inexorablemente, no de un padre. Todo se origina con un parto, y desde allí se construye el mapa emocional de las personas, que llega incluso a la idea de patria, porque la patria también tiene un nacimiento y una fecha de cumpleaños.
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Entre Rumania y Ucrania hay un pequeño territorio, Moldavia, que declaró su independencia en 1991, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se desintegró. Fue parte de Rumania e incluso tiene la misma bandera, pero con el escudo de un águila para diferenciarla. Y aunque el idioma oficial es el rumano, han adoptado un himno nacional diferente. Con algo hay que diferenciarse. Ese pequeño territorio atrapado entre dos gigantes y con el mar Negro al sureste, siempre fue un pasaje, una zona de tránsito entre Asia y Europa. Las invasiones eran moneda corriente: rusos, mongoles, el imperio otomano. Su capital es Chisináu, y allí nació en 1978 la escritora Tatiana Tibuleac, quien actualmente vive en París con sus dos hijas y ha declarado que se siente una “exiliada vaya donde vaya”. No debe ser fácil para un ciudadano moldavo determinar quién es exactamente su madre patria. Tibuleac como escritora, según los libreros, siempre está al fondo, en los estantes con la “literatura del Este”.
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta, 2020, 247 páginas), la primera novela de Tibuleac, que hasta el momento se había desempeñado como periodista, no trata directamente sobre nacionalidades, ni territorios, ni banderas. Es la historia del vínculo entre una madre y un hijo. Una madre que agoniza a consecuencia de un cáncer terminal y desea pasar los últimos dos meses de vida, el último verano, con su hijo, un adolescente problemático, violento, que ha estado internado en un psiquiátrico. Pero ese vínculo conflictivo, de amor y odio, de abandono y reconciliación, perfectamente podría funcionar como una metáfora del ser moldavo, de la dificultad para reconocer los orígenes de su nación y establecer con claridad las identificaciones y los rechazos.
Así comienza la novela: “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento”. Los capítulos son brevísimos, algunos de apenas una frase. Es clara la intencionalidad poética, que matiza y atempera una violencia incontenible de parte del adolescente y de la propia enfermedad de la madre.
Si bien aparecen otros personajes y ciertos detalles no conviene revelarlos, esta es una novela de momentos, de estados de ánimo, de imágenes, que casi con exclusividad se producen a través del narrador Aleksy y de su madre, quien a medida que la enfermedad gana terreno también adquiere un protagonismo esencial. El padre, como tantas veces, es una ausencia. Y cuando adquiere presencia, es terrible. La furia de Aleksy por el abandono le lleva a enfocar ciertos detalles. La novia del padre, por ejemplo, tiene un piercing en la lengua, es “rubia y delgada como un palillo” y con “un vestido de leopardo”. No es necesario nada más. Cuando la madre le pide que lo acompañe a un mercadillo, el hijo manifiesta su molestia por esos lugares de “gente amontonada entre objetos y objetos amontonados entre la gente”, una serie de cacharros dispuestos en la cuneta que le resultan deprimentes.
Abundan las descripciones brutales y sintéticas. “Aquel año me autodestruí mucho más que el resto de los años y, sin embargo, nunca estuve más lleno de vida. Mi madre parecía una planta de interior sacada al balcón. Yo parecía un criminal lobotomizado. Éramos, por fin, una familia”.
Pasan las páginas y el sentimiento del protagonista cambia. Su madre deja de ser un sujeto despreciable y se va transformando en alguien digno de respeto, alegre, lleno de vida a pesar de que la vida misma se va perdiendo con intensidad. Una de sus últimas imágenes, cuando ya el deterioro físico es absoluto, la describe sentada en una hamaca con su lívido peso de esqueleto incapaz de extender la superficie en la que se apoya, un instante de compasión, amor y respeto.
En varias entrevistas le han preguntado a Tibuleac el origen de esta historia, como si la creación tuviese un disparador único y fuese por caminos claros y señalizaciones concretas, que además el escritor puede explicar paso a paso. Quizá el origen, si existe como tal, resultó un verano no con su madre, sino con su padre. Y fue totalmente apacible, con paseos a través de un campo pletórico de girasoles. Y tal vez la presencia lejana de una mujer deteriorada físicamente haya servido como molde para esta madre de ficción.
Las emociones no siempre tienen una explicación clara y limpia. En cambio las imágenes, que desbordan sobradamente al mundo racional, sí contienen limpieza. En su nitidez brotan significados múltiples. El cielo estrellado como un ordenador gigante. Los recuerdos desagradables guardados en ficheros de pus. Las explicaciones como una lupa enorme que pende sobre nuestras cabezas y nos deforma. Los ojos de la madre como las ventanas de un submarino color esmeralda.
Una novela poética, de fina sensibilidad y enorme agudeza.