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    Vida chatarra

    La Norteamérica fea que de tan fea se vuelve atractiva, colorida y luminosa. Los moteles baratos en los extrarradios de Orlando como el Magic Castle, de rosa chillón, que sale 38 dólares la noche. Los lugares de comida rápida como el Orange World, con su techo que es una media naranja de estética kitsch. O el Gift Shop con el duende barbudo ocupando toda la fachada. O la heladería Twistee Trest, con forma de simpático cono de helado. Una fantasía que parece sacada de un mal sueño, un mundo marginal al costado de las autopistas como si fuese de utilería para que lo observen los automovilistas a la pasada y sigan su trayecto disparados. Un turista sería incapaz de detenerse por placer o pernoctar más de una noche en esos moteles. Pero hay gente dejada de la mano de Dios que trabaja toda su vida en esos sitios e incluso vive allí, pagando la renta como puede, a salto de mata. Es la vida en el resto sucio del papel de una hamburguesa.

    En una de esas habitaciones del Magic Castle, con una cama de dos plazas, un televisor y un precario baño, encaran la existencia la niña de seis años Moonee (Brooklynn Prince) y su madre de veintipocos Halley (Bria Vinaite), que vende perfumes truchos en la puerta de los hoteles más caros y cada tanto se prostituye, enviando a su hija al baño cuando tiene un cliente. El gerente del motel es Bobby (Willem Dafoe en uno de sus papeles más amables, con nominación al Oscar incluida), que arregla cosas, pinta la fachada, es paternalista con los niños y cuida que los huéspedes no se aparten de las reglas mínimas del buen comportamiento, como por ejemplo que la señora mayor y solitaria, una huésped crónica, no exhiba sus tetas en la piscina.

    Moonee juega con otros niños por los alrededores, pide dinero a los transeúntes para comprarse helados y se mete en construcciones abandonadas. Cada tanto realiza junto a su madre un paseo para ver los fuegos artificiales que estallan a los lejos, en Disneylandia, la meca de la diversión de los niños de familias con dinero, afortunadas.

    Semejante latir de vida chatarra está mostrado como si fuese una comedia, con humor y amabilidad, por el director Sean Baker (NYC, 1971). Esta es la tercera película de Baker coescrita junto a Chris Bergoch, con quien ya había diseñado Tangerine (2015) y Starlet (2012), siempre atendiendo a los personajes marginales y de la franja gris de la sociedad.

    Baker es un cineasta realmente artesanal. Escribe sus historias, las produce, las dirige y las monta. Es como si se tratase de una obra plástica más que de una película. En todo momento conserva con celo y sensibilidad el control de su material, que siempre se ajusta a un presupuesto pequeño y a una historia pequeña, que no quiere decir insignificante. Porque Proyecto Florida es una película claramente independiente y alejada de los grandes estudios (lo único reconocible de Hollywood es el rostro de Defoe, que sabe cambiarlo para la situación), pero con un valor y una resonancia que por línea general han perdido las películas comerciales.

    Los personajes están presentados gradual y afinadamente (algunos son residentes reales de esos moteles, que siguieron funcionando durante el rodaje de la película), y si es posible desde una vertiente divertida y no dramática, si bien el trasfondo de la historia —los sin lugar, los sin trabajo— es profundamente desesperante. Hay algo de Robert Altman y de Little Miss Sunshine en este cine sin maquillaje, de la América oculta y barrida bajo la alfombra.

    Trabajar con niños debe ser de las cosas más difíciles. De pique, Baker acierta en la elección de la sorprendente Brooklynn Prince, quien a partir de este título con toda seguridad se transformará en una estrella. Gran parte de la visión del cineasta está depositada en los ojos de la niña, a la que sabe guiar con naturalidad e inteligencia y que nos lleva a un final emocionante. Pero el acierto de Baker para elegir actores desconocidos no termina allí. El personaje que encara la lituana de 24 años Bria Vinaite es de una densidad, una urgencia y un desparpajo poco frecuentes, fruto de una caracterización por un lado sólidamente delineada y compleja, y por otro gracias a la frescura interpretativa que le imprime la actriz.

    Cuando el cine opta por descubrir estos costados grises de la vida que nada tienen que ver con los superhéroes, ni con las catástrofes climáticas, ni con los asesinatos, ni con las batallas épicas, ni con los movimientos de masas, los resultados son más asordinados pero también más ricos en significados. Que los miembros de la Academia de Hollywood hayan reconocido en Proyecto Florida a Dafoe como lo más valioso es bastante corto de miras, pero al menos acerca esta película sumamente valiosa al circuito comercial. De otro modo habría que pescarla en el inabarcable océano de la red virtual.

    Proyecto Florida (The Florida Project). EE.UU., 2017. Dirección: Sean Baker. Guion: Sean Baker y Chris Bergoch. Con Brooklynn Prince, Bria Vinaite, Willem Dafoe, Christopher Rivera, Aiden Malik, Mela Murder, Valeria Cotto. Duración: 111 minutos.