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    Violinista glorioso

    La Orquesta Sinfónica de Lucerna tocó en el Teatro Solís

    Con una semana de diferencia, la temporada del Centro Cultural de Música nos trajo dos orquestas de primer nivel. Primero fue la Filarmónica de Dresde (ver Búsqueda Nº 1.781) y el jueves 11 la Sinfónica de Lucerna. Ambas tienen un parejo nivel de excelencia y además una existencia que data del siglo XIX. Fue muy interesante la cercanía de las dos visitas para calibrar la diferencia de personalidad y de sonido en ambos conjuntos.

    La de Dresde es una orquesta típicamente alemana dirigida de manera estable por Michael Sanderling, integrante de una estirpe de músicos alemanes, hijo del renombrado director Kurt Sanderling. El conjunto luce un sonido compacto y empastado de forma pareja, con un notable equilibrio de los distintos sectores en los tutti. Su conductor es de gran sobriedad en la gestualidad. Hubiésemos preferido que por momentos su fraseo tuviera una mayor libertad y elasticidad y menos apego a la medición del tiempo, apreciación esta que puede ser discutible, pero que no hizo deslucir la estupenda labor de Sanderling.

    La Sinfónica de Lucerna, en cambio, tiene un sonido diferente, quizás atribuible a la batuta de James Gaffigan, joven director estadounidense. Aquí los bronces y a veces hasta las maderas relumbran en el conjunto, en desmedro de ese sonido empastado y homogéneo de la de Dresde. Las cuerdas son excelentes aunque no tienen la tersura de la orquesta alemana. Gaffigan es un director interesantísimo, de gestualidad extrovertida y precisa, con gran libertad y elasticidad en el fraseo. No debe concluirse de estas diferencias que una orquesta o un director es mejor o peor. Son organismos diversos, insertos en tradiciones distintas y con directores de escuelas diferentes.

    El concierto se inició de manera exultante con la obertura de la ópera Oberón de Carl Weber (1786-1826), pieza breve y jubilosa, que hemos escuchado muchas veces hecha de manera vulgar pero que Gaffigan condujo con mano maestra, haciendo gala de gran expresividad y sutileza en esta obra llena de vida y de contrastes. Y culminó la velada con la Sinfonía Nº6 de Dvorak (1841-1904), que no está entre las más transitadas y reconocidas del autor como lo son las tres últimas, Séptima, Octava y Novena, opus 70, 88 y 95, respectivamente. La relativa poca difusión de esta obra frente a las otras no parece casual, ya que resultó de atracción muy despareja. Dvorak muestra sí su maestría de orquestador pero carece de la vena melódica tan generosa e inspirada que exhibe en las sinfonías finales ya referidas. Son varios los momentos en que el discurso se alarga o se repite. Diría que lo más destacable fue el trío del tercer movimiento scherzo, un oasis de belleza en medio del resto de la obra. Para reforzar esta impresión que damos, bastó el andante de la Suite Americana del mismo autor hecho como bis. Aquí nos reencontramos con ese Dvorak intenso y expresivo que extrañamos durante el transcurso de la Sexta Sinfonía. Gaffigan mostró con Dvorak su absoluto dominio de la orquesta, con fraseo refinado y manejo de los matices. Si algo puede decirse en su descuento —válido también para el Oberón de Weber—es que en los momentos de mayor élan expresivo del tutti hay un cierto descuido del balance que impide sobresalir sobre el conjunto al sector de las cuerdas cuando está cantando el tema a destacar.

    Dejo para el final el acontecimiento de la velada que fue el Concierto para violín de Mendelssohn (1809-1847) en manos del notable violinista francés Renaud Capuçon, que se agrega a la lista de ilustres intérpretes de este instrumento que nos han visitado recientemente: Itzhak Perlman, Joshua Bell y Shlomo Mintz. El hombre toca un violín Guarneri del Gesú de 1737 que perteneció a Isaac Stern —uno de sus maestros— y que fue comprado por la Banca Suiza-Italiana. De ese instrumento, Capuçon extrajo un timbre sedoso, un volumen parejo en todo el registro, y lució un manejo del arco y dedos perfectos. Atacó apasionadamente el comienzo, llegó con gran empuje al final prestissimo del primer movimiento, fraseó en el andante con enorme dulzura y volvió a apabullar con semifusas a toda velocidad al final del último movimiento.

    El acompañamiento de Gaffigan con la orquesta no le fue en zaga. Fue un compañero ideal, que hizo que la orquesta se encendiera y se apagara con justeza en los momentos precisos, para permitir el destaque del solista o para unirse apasionadamente a él en el canto. El público explotó y forzó un bis que fue la Danza de los espíritus del Orfeo y Eurídice de Glück, expuesto de manera sublime con un legato expresivo de principio a fin, que sirvió de lujoso relax luego del explosivo Mendelssohn.