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    Vocero no, lector

    N° 1960 - 08 al 14 de Marzo de 2018

    El uso de voceros, o si lo prefiere de portavoces, es cada vez más frecuente en el mundo por parte de gobiernos, empresas e instituciones privadas y estatales. Cuando se ejerce con profesionalismo asegura una comunicación fluida con los medios y a través de estos con la sociedad para transmitir un mensaje o asumir una posición.

    La Real Academia Española describe al vocero/ra como la “persona que habla en nombre de otra, o de un grupo, institución, entidad, etc., llevando su voz y representación”.

    Los voceros se han convertido en necesarios salvo cuando el ego les hace suponer que un mensaje tiene más fuerza y mayor rédito si sale de su boca, si son políticos, o alguno pretende proyectarse personalmente. Muchos usan como sustitutos las redes sociales y suelen quedar con las ruedas para arriba. En ese vértigo electrónico adictivo hasta los más encumbrados mienten, inventan o divulgan como ciertos hechos que no se molestaron en constatar. Lo hacen a propósito o les importa más el ruido que las nueces.

    Pero volvamos al tema central. En el Estado uruguayo la presencia de voceros no es frecuente salvo en la Armada y en algunas dependencias policiales. Pero esos funcionarios forman parte de una rígida cadena de mando. Están sujetos a la obediencia debida, no como causal de exclusión penal, sino como dependientes de sus jerarcas. Carecen de autonomía, cuando no de una formación adecuada para esa función.

    Que yo sepa en el Estado hay un solo ejemplo de vocero como el que describe la academia. Hace un mes la presidenta de la Suprema Corte de Justicia, Elena Martínez, dijo que durante su gestión tendría una presencia personal mínima ante los medios de comunicación y que el vínculo institucional estaría a cargo de Raúl Oxandabarat. Desde hace catorce años es el vocero de la Corte y “cuando habla, habla la Corte”, remarcó la ministra. (Búsqueda Nº 1.955).

    En 2004, mediante la Acordada 7.523, la Corte creó la División de Comunicación Institucional (DICOMI) y le asignó a Oxandabarat, su director, “ejecutar los planes anuales aprobados por la corporación, oficiando de portavoz ante los medios y ante las autoridades, técnicos y funcionarios de la institución”: portavoz/vocero mediante una designación formal. Oxandabarat es abogado, tiene el cargo de juez en la estructura funcional y acumula una experiencia periodística de diez años en diarios de Salto.

    El Poder Judicial es uno de los tres poderes del Estado y, salvo que me hubiera distraído, no escuché un solo comentario sobre los dichos de Martínez ni sobre la condición de vocero del funcionario. Tampoco en 2004 pese a que significó una revolución en esa materia. Con ello doy por bueno que entonces y ahora se admite como algo lógico. Además ese vocero tiene autonomía.

    Lo contrario ocurrió cuando Fernando Vilar apareció en la cadena de radio y TV para leer argumentos del gobierno sobre los reclamos de los productores rurales y divulgar datos agropecuarios. Mientras el periodista leía, un impreso en la pantalla dejaba clara su función: “Fernando Vilar, comunicador”.

    Nuevamente el presidente Tabaré Vázquez optó por esconderse y, como carece de vocero, Vilar fue contratado como comunicador o, para usar un vocablo aunque demodé más apropiado para el caso, como locutor para leer un texto de 28 minutos de duración. No improvisó, no creó, no interpretó ni alteró el contenido. Leyó lo escrito. Vilar no es funcionario del Estado y por esa tarea, como corresponde, recibió una remuneración. ¿Usted estaría dispuesto a rechazar tres, cinco o diez mil dólares por menos de media hora de trabajo profesional?

    Todo esto viene a cuento porque a la chita callando algunos colegas lo cuestionaron por haber leído ese comunicado. “Se contamina como profesional”, me dijo uno. Otro argumentó: “Lo deja pegado al gobierno y pierde independencia”. Alguien recurrió a la especulación maliciosa: “Se le ve la hilacha”. ¡Por favor, miren alrededor!

    Parafraseando a Sánchez Padilla, “en este bendito país” siempre se le buscan cinco patas al gato y cuando se trata de un político o gobernante, de inmediato surgen cuestionamientos basados en la presunta filiación partidaria de quien emite sus mensajes salvo aquellos (la mayoría) que trabajan para los políticos como militantes.

    Con Vilar ocurre algo tan antiguo como la humanidad: matar al mensajero. Pero seguramente tiene el cuero duro porque para los periodistas eso es pan de todos los días.

    En cambio se puede hablar con certeza sobre la falta de coraje de Vázquez. Escabullirse ha sido una constante. El 6 de diciembre de 2013 en medio de la campaña electoral le dijo a un periodista: “Que quede dicho desde ahora: no voy a dar debate. Cuando dentro de unos meses me vuelva a preguntar, ya saben que de ese tema no voy a hablar más”. Hacía 19 años que se escondía. Solo debatió con Julio María Sanguinetti­ en 1994 y salió tercero. Tal vez por eso.

    Solo él sabe las razones para sus esquives aunque es posible que sea porque sobre varias cosas sabe poquito y en un debate no alcanzarían sus frases hechas o citas de lugares comunes. ¿Se acuerda cuando en su primera campaña se equivocaba al mencionar citas literarias o históricas que le escribía el ahora subsecretario de Relaciones Exteriores, Ariel Bergamino? En cambio, hace alardes de guapeza callejera como cuando en la calle se enfrentó a un colono.

    Una vez más el presidente le erró al elegir esconderse. Hoy se habla más de Vilar que del contenido de un mensaje que nadie recuerda. De repente, quienes lo redactaron se lo hicieron a propósito.

    ?? Manipular con palabras