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Los discursos fueron breves pero llenos de emoción y energía; Yamandú Orsi y Carolina Cosse tenían otra cara, otra investidura, hasta hablaban distinto
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Adrián Echeverriaga
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Laura Alonsoperez sube al escenario a abrazar a su esposo, Yamandú Orsi, presidente electo de Uruguay
Esa tarde, a pesar de la tormenta que amenazaba desde temprano, la rambla se llenó de carros de chorizos al pan, torta fritas y hasta puestos de venta de perfume. Olor a grasa mezclado con una imitación de Dior Sauvage y cannabis envolvía a la militancia frenteamplista que poco a poco se acercaba al comando de campaña del Frente Amplio en familia, en pareja, con niños (muchos niños), grupo de amigos y quijotes solos.
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El nerviosismo de la prensa amontonada sobre la calle Reconquista, en la entrada trasera del Hotel NH Columbia, no le llegaba ni a los talones al estado de excitación que manejaba Rosa. Era, según su propia descripción, “una pobre viejita abuelita” que lo único que quería ver era al candidato a presidente por el Frente Amplio, Yamandú Orsi. No se refería solo a verlo electo, sino a verlo con sus propios ojos, y en el escenario más onírico, estrecharse las manos.
Con 92 años, es activa en política desde antes de 1971 y enamorada de Orsi, su Sandro, desde 2015 durante su primera candidatura a intendente de Canelones, sus pagos. Los intentos de colarse sin acreditación duraron hasta el momento del festejo.
Yamandú Orsi ya era el presidente de todos los uruguayos. El consecuente clamor de vuvuzelas, la pirotecnia abusiva y el pogo con baño de vino en caja incluido fueron el verdadero límite de Rosa. Ella desapareció, pero el ambiente estalló. Los que estaban desde la tarde, los que fueron llegando y los que se aparecieron al final para sumarse al explosivo jolgorio de triunfo.
Fue inesperado. Un rato antes, después de la llegada de Orsi, la prensa estaba aislada como en su propia burbuja y recibía a los dirigentes del Frente Amplio a cuenta gotas en una carpa ubicada frente a la entrada principal del hotel. Una puerta giratoria los escupía ordenadamente, tenían unos minutos de declaraciones cada uno, hasta que se los volvía a tragar. Eso generaba una cierta estructura, como si todo estuviera planificado —parecía que la victoria no estaba tan clara y la prensa les venía mejor lejos.
Solo dos horas más tarde, a través de los cristales del NH aparecieron los primeros saltos y abrazos para los menos distraídos. De inmediato sonaron unos bombazos y un estallido de vítores y las insufribles vuvuzelas por parte de todos los militantes que esperaban frente al escenario montado a unos pasos del hotel, lo que desató una estampida de prensa. Los periodistas no se habían enterado de qué había pasado exactamente, pero las pantallas transmitieron a las encuestadoras que ya habían dado el anuncio y usado esa palabra gatillante del jolgorio: irreversible.
El aumento de la efusividad era directamente proporcional al paso de los minutos. Se mezclaron militantes y dirigentes que dejaron la puerta mareada. Algunos contenían la emoción, otros no tanto. La flamante senadora electa Silvia Nane se paseaba sacudiendo su saco y desquitándose contra una “Ripoll de poncho celeste”. Al exsenador Charles Carrera se le dio captura tirándose unos pasos entre la hinchada frenteamplista, mordiéndose el labio. Y el grito de fondo era uno solo: “¡Se van! ¡Se van! ¡Se vaaaaan!”
La tendencia de la noche era decirlo todo tres veces. Carolina Cosse, vicepresidenta electa, abrió su discurso usando el nombre de Tabaré (Vázquez) como si estuviera invocando a Beetlejuice. No importaba. La hinchada enfervorecida iba a aplaudirlo todo. Luego habló Orsi. Fueron breves pero llenos de emoción y energía. Tenían otra cara, otra investidura, hasta hablaban distinto, pero al abrazo entre ambos todavía le faltaba un poco de aceite.
Justo después de los discursos se largó a llover, como si alguno de los saludados al cielo, los Astori, los Arana, los Tabaré, hubieran tenido alguna influencia. Los más memoriosos recordaron que en 2009, cuando triunfó José Mujica, también llovió. De inmediato se formaron caravanas de autos y montoneras de gente cubiertas por banderas que hacían imposible que cualquier ciudadano demorara menos de una hora en regresar a casa.