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Perpetuando dislates

En aras de favorecer a un colectivo que por supuesto merece todo respeto y consideración, resulta que menores, sin siquiera un informe médico, pueden someterse a un cambio de sexo

Columnista

Durante años, miles de niños y adolescentes acudieron al hospital londinense de Tavistock­ para cumplir un sueño: cambiar de sexo. Allí todo eran facilidades, el hecho de “sentir” que pertenecían al sexo contrario era suficiente para empezar un proceso de hormonación que culminaba en la sala de operaciones con la extirpación de órganos que no encajaban con sus preferencias. A pesar de que el centro siempre ha defendido que a los menores se les brindaba “atención de afirmación de género” para que ellos y sus familias estuvieran informados de las decisiones que iban a tomar respecto a su salud, muchos de ellos, ya adultos, aseguran que ni a ellos ni a sus padres se les informó de tratamientos menos invasivos e irreversibles. Uno de estos jóvenes, ahora arrepentido, cuenta, por ejemplo, que a sus padres se les aseguró que su disforia de género nunca se resolvería a menos que transicionara química y quirúrgicamente, y que debían elegir entre tener una hija con tendencias suicidas o un hijo transexual. Muchos otros pacientes en distintos países en los que se permiten estas prácticas a menores cuentan situaciones similares. Casos de niños que, una vez hecha su transición, se dan cuenta de que lo que creían un sueño acabó en pesadilla. Atrapados en un cuerpo lleno de cicatrices y con su normal proceso de crecimiento y maduración seriamente comprometido, su deseo es volver al sexo con el que nacieron. Para volver al caso del hospital londinense de Tavistock, ocho años atrás comenzaron a trascender a la prensa las primeras informaciones denunciando los protocolos de la GIDS (Servicio para el Desarrollo de la Identidad de Género), pero no hubo respuesta de las autoridades. Se sabe también que en 2019 10 profesionales que trabajaban en dicho servicio, alarmados por lo que veían, informaron a sus superiores, pero con igual resultado. Por fin ahora, tras años de indiferencia y después de las muchas denuncias penales, el hospital de Tavistock ha cerrado sus puertas. Lo ocurrido en esta institución sucede también en otras muchas en diversos países (entre ellos España) donde esta clase de tratamientos irreversibles se consideran no solo adecuados, sino compasivos. Se trata de un efecto colateral de la trivialización de la realidad transgénero: si el niño o la niña no se siente cómodo con el sexo con el que ha nacido, ¿cómo ir en contra de sus deseos? De este modo, en aras de favorecer a un colectivo que por supuesto merece todo respeto y consideración, resulta que menores que, por ejemplo, tienen que pedir permiso a sus padres para hacerse un piercing pueden, sin siquiera un informe médico, someterse a un cambio de sexo.

De este modo, en aras de favorecer a un colectivo que por supuesto merece todo respeto y consideración, resulta que menores que, por ejemplo, tienen que pedir permiso a sus padres para hacerse un piercing pueden, sin siquiera un informe médico, someterse a un cambio de sexo.

Es uno de los signos de nuestro tiempo: apoyar una causa que se cree justa acaba justificándolo todo, incluso lo contrario al más elemental sentido común. Por eso, centros como el de Tavistock pueden durante años seguir adelante con sus prácticas, porque la corrección política hace que sea muy difícil cerrarlos. “A ver si voy a quedar como un fascista o un tránsfobo”, se dice la gente, mientras que los políticos cavilan: “No sea que por ir en contra de la corriente general pierda yo votantes”. Así es como se perpetúan los dislates. Este y tantos otros con los que comulgamos a diario, como, por ejemplo, que un señor con barba y bigote se autoproclame mujer para evitar una condena por acoso sexual o para conseguir mejor puntuación en sus exámenes como miembro de las fuerzas de seguridad del Estado. El otro día en la tele entrevistaron a una de estas “damas”, tan femenina ella, con su torso peludo y su aspecto de forzudo de feria. Las preguntas de los periodistas iban destinadas a saber “cómo se sentía”, “cómo vivía su feminidad”, etcétera. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntarle lo evidente: ¿Dígame, me ha visto usted cara de imbécil, o qué? Pero no. Porque nadie quiere significarse. Porque es más fácil callar. Aunque nos tomen el pelo. Aunque (como en el caso de los fallos de la ley trans) se trunquen para siempre vidas de no pocos niños y adolescentes.