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    Aborto y eutanasia

    Sr. Director:

    La interrupción voluntaria del embarazo (IVE), como ley, rige desde 2012, con el costo no menor de casi 11.000 vidas cobradas al año (como ciudadanos, ya nos aterraría si fuese solo una) y ha mantenido, pese a ello, su vigencia, que se ha justificado en intentar evitar las muertes maternas, flagelo que todos queremos evitar, pero que debe prevenirse de otros modos, garantizando el respeto a la vida para todos, madres e hijos.

    Como si fuera poco, la ministra de Salud Pública del gobierno entrante se manifestó, ya desde antes de asumir, como partidaria de prolongar el plazo para realizar la IVE hasta incluso las 20 semanas de gestación, intentando, además, obviar el necesario asesoramiento hasta ahora ofrecido a la mujer, por parte un equipo técnico, que propicia su reflexión. Estas acciones apuntan a facilitar la supresión de quien, a la luz de todo conocimiento científico actual, constituye, como embrión o feto humano, una persona en desarrollo, una vida diferente y en marcha —fase por la que todos pasamos—, de constitución genética autónoma y que no forma parte del cuerpo de la madre, sino que está en custodia en él y que se nutre de este. Es otro cuerpo desde el inicio, desde la gestación, durante el embarazo y luego del nacimiento, como seguirá siéndolo mientras viva. Si a una mujer le preguntaran, a boca de jarro, “¿usted es la misma persona que su madre?”, pasado el asombro inicial, seguramente respondería: “No, yo soy yo”. Es exactamente así, ya desde el embarazo, la madre no es el niño en gestación, ni lo será nunca. La compromete, de ella se nutre, pero no forma parte de su cuerpo, por lo cual abortar no es disponer sobre el propio cuerpo (de la madre), sino sobre el de otro (el del hijo).

    El próximo subsecretario de Salud Pública, por su parte, indicó que una ampliación de una ley de IVE llevará a una felicidad mayor y tranquilidad entre jóvenes, ya que, según él, actuarán sin la sombra del embarazo no deseado, como si la cuestión se resolviera eliminando las consecuencias (seres humanos) en lugar de informar y educar correcta y oportunamente en materia sexual, con el fin de que la paternidad y la maternidad sean buscadas y ejercidas con toda responsabilidad por ambos padres.

    Luego de la ley de IVE, vehementes ímpetus públicos se abocaron, hasta hace poco, a intentar dar curso a una ley de eutanasia, priorizando una prisa (en sentido histórico) en perjuicio de una necesaria reflexión y discusión social suficientes e informadas. Este intento encalló en el Senado, pero sus promotores no parecen tomar este freno sino tan solo como una tregua, antes del comienzo de la nueva legislatura. Entretanto, una ley aprobada de Cuidados Paliativos (CC. PP.), que podría bien demostrar, al cabo de al menos dos años de su uso, que el proyecto de ley de eutanasia resulta innecesario, y que existen leyes ya vigentes que resultan suficientes —18.473, 18.335—, está a la espera de una imprescindible y suficiente asignación de recursos humanos y económicos, pues todavía no se ha reglamentado esta ley, por lo cual aún no puede ponerse realmente en práctica. De no contar con recursos, fracasaría, y muchos pretenderían demostrar que tal eventual fracaso se debería a que la ley no es eficiente, cuando la causa real habría sido una verdadera inanición en materia de fondos, imprescindibles para su funcionamiento.

    No es de descartarse que la demora de la reglamentación de la ley de CC. PP., que permitiría que esta funcionara, se base en pretender esperar hasta la eventual sanción de una ley de eutanasia, para que funcionen “juntas”. Debe recordarse, según ya he publicado anteriormente, que ambas propuestas (brindar CC. PP. y dar muerte con una eventual ley de eutanasia) no son compatibles por ser radicalmente diferentes en la intención (aliviar vs. provocar la muerte), el método (aliviar y controlar síntomas vs. aplicación de una sustancia letal) y resultado (arribar al final de la vida en calma, como fin de un proceso natural vs. provocar la muerte inmediata del paciente). Por otra parte, esta eventual asociación en una sola ley o en leyes asociadas desalentaría la inversión necesaria en CC. PP. para llevar el derecho de disponer de estos a todos, pues el atajo de la eutanasia resultaría en un ahorro de dinero (a expensas de quienes lo pagarían: pobres y desesperados; es decir, los vulnerables).

    No voy a desarrollar extensivamente aquí tampoco el hecho, ya harto señalado, de que se sugiera que los detractores del cercenamiento de la vida, tanto a su inicio (aborto) como a su final (eutanasia), estamos inspirados en convicciones religiosas: ya hemos visto que hay creyentes en pro de estas posturas, y que también encontramos ateos o agnósticos en contra de estas. Nos mueve el respeto a la vida humana, que, consagrado desde 1948, en la Declaración Universal de DD. HH., es declarado explícitamente como el valor supremo, formulación ya en germen en el pensamiento de Kant en el siglo XVIII, en uno de sus imperativos categóricos. Ninguna defensa seria de las libertades puede esgrimirse sin consagrar antes el derecho a la vida de todo ser humano, por ser persona (dignidad). Esto supone que nuestro valor de personas no decae, no es relativo, no es desigual, no tiene equivalente, pues, si tal cosa ocurriera, todo valor que se construyera sobre este en estas condiciones también sería relativo, por ejemplo, en materia de autonomía.

    Resulta casi obvio que, en estas líneas, apunto a una cuestión central: la del peligro de naturalización de las prácticas de la supresión de la vida. Si el valor de la vida es relativizado, la supresión de esta se reflejará tanto en un consultorio como en una clínica, como en un residencial, así como en un bombardeo, en rechazo de emigrantes, en la muerte de niños por hambre en un continente de por sí rico como África o en el exterminio u opresión de cualquier pueblo o grupo por algún poder de turno, sea de la bandera que sea. La naturalización de provocar la muerte tendrá evidentes consecuencias a todo nivel. En la educación escolar y liceal de futuras generaciones se aprenderá, en caso de prosperar esta tendencia de desvalorización de la vida, a relativizarla a la conveniencia personal o social, a supeditar deberes ineludibles al placer inmediato, a facilitar la evasión ante el encare de un obstáculo, y a esgrimir el facilismo y el embanderamiento a la reflexión. Esta “pasividad moral” o “desmoralización social” (en un sentido laico, axiológico) ocurre en una época en que justamente el ser humano se encuentra ante desafíos que comprometen su existencia futura, de acuerdo a cómo emplee la tecnología disponible (fabricación de armas letales, mercados volátiles, redes sociales, prácticas de una inteligencia artificial que no esté al servicio de la persona, etc.), sobre todo si se actúa —como parece ocurrir— en ausencia de una seria y oportuna discusión ética, de puesta de límites y de principios básicos compartidos, como ser una ética nacional, internacional y planetaria de mínimos, en armonía con la Declaración Universal de DD. HH., donde el respeto a la vida debe estar en el centro.

    Como solución, no empeoremos las cosas bajo presiones nacionales o internacionales, de entidades, personas, grupos políticos o colectivos sociales. Demos recursos desde ya a la ley vigente de CC. PP., para que tenga la oportunidad de demostrar que el atajo de la eutanasia no sea necesario y, al menos, no introduzcamos modificaciones a una ya penosa ley de IVE (o Ley del Aborto) que actualmente insume un oprobioso costo en vidas. En DD. HH., avanzar significa garantizar vida para todos, no administrar la muerte.

    Dr. Marco di Segni

    Prudencia Uruguay