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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn su columna del 13 de febrero en el semanario Búsqueda, el Dr. Adolfo Garcé sostiene que ha llegado el momento de debatir los resultados de la aplicación sistemática de los dos dispositivos electorales introducidos en la reforma de 1996: las primarias y el balotaje.
Dado que el Dr. Garcé menciona en esa columna un libro de mi autoría y me atribuye un diagnóstico sobre los efectos polarizadores del recurso al balotaje para la designación del titular del mandato presidencial, me considero convocado a participar en el debate propuesto. Ante todo, comienzo por destacar que incluyo al Dr. Garcé en el círculo selecto de las personas de mi estima preferencial y que le agradezco que haya traído a colación mi libro y mis opiniones. Con todo, mis primeros aportes a esta convocatoria de debate se centran en señalar dos tipos de discrepancias con las afirmaciones contenidas en su columna.
Por lo pronto, no puedo dejar pasar un par de malentendidos en los que incurre el Dr. Garcé en su lectura de mi escrito. En segundo lugar, me propongo argumentar que no considero apropiado ni rendidor el tipo de análisis consecuencialista que él aplica a los dispositivos electorales señalados. Más precisamente, creo que el error en que incurre al atribuirme determinados diagnósticos acerca de los resultados del balotaje se originan en que da por supuesto que yo comparto y practico en mi obra ese tipo de análisis y de evaluaciones. También supone que mis argumentos se aplican a todos los casos en los que se recurre al dispositivo del balotaje.
Ambos supuestos son erróneos. Por un lado, mi análisis estaba específicamente referido a los argumentos que manejaron en nuestro medio los impulsores de dicho recurso, a sus planteos en torno a aspectos estrictamente normativos y, en particular, a las cuestiones de legitimación de la autoridad democrática. Por otro lado, me inclino a pensar que ese tipo de abordajes comparativos sobre las consecuencias de su aplicación para resolver problemas de estabilidad institucional y de gobernabilidad de los sistemas políticos no permiten fundar conclusiones valederas sobre su presunta eficiencia. Resultan muy diferentes las ingenierías institucionales aplicadas en los distintos casos, así como sus respectivos contextos de aplicación, las trayectorias recorridas, etc., de modo que solo cabe esperar una dispersión irreductible y una casuística interminable.
A los efectos de respaldar lo anterior, comienzo por recordar el subtítulo de mi libro: Las apuestas a la polarización del sistema político uruguayo. Dicho subtítulo pretende explicitar hasta qué punto los que terminaron resultando decisivos en la configuración actual de nuestras prácticas democráticas —su composición y su dinámica— fueron los propósitos y las justificaciones que orientaban a los dirigentes políticos uruguayos asociados a la embestida reformista, los problemas que pretendían resolver, los disciplinamientos que querían poner en marcha, las fronteras que se proponían trazar, etc.
En su columna, el Dr. Garcé se plantea dos interrogantes en torno a los impactos de la introducción de los sistemas de elecciones primarias y del balotaje sobre el sistema de partidos: 1) ¿aumentan o disminuyen el número de integrantes de dicho sistema?; 2) ¿promueven una radicalización de las posiciones asumidas y desencadenan confrontaciones permanentes o inducen una convergencia hacia posiciones moderadas? Y si lo entiendo bien, parece atribuirme dos respuestas inequívocas: estaría de acuerdo en responsabilizar al balotaje de reducir el número de partidos y, a la vez, de promover su polarización radicalizada.
Y bien, hojeando mi texto, encuentro pasajes en los que resulta claro que esa doble atribución es infundada.
Por lo pronto, en cuanto al punto 1, en la página 108 figura el siguiente pasaje: “(…) y es que, en efecto, todo parecería indicar que el balotaje es compatible con una pluralidad de opciones partidarias, tal como ocurre en el caso de Brasil, en cuya Cámara de Diputados figuran más de veinte partidos” (podría haber agregado los casos de Perú, Chile, Colombia, etc.). Y en cuanto al punto 2, distintos pasajes confirman que mi postura es mucho más matizada y parsimoniosa que la que me atribuye el Dr. Garcé. Por un lado, afirmo (página 51) que en el marco de diseños institucionales favorables a un duopolio partidario —y teniendo en cuenta las diferencias de diseño que se observan, por ejemplo, entre el formato británico y el estadounidense— “(…) pueden dar lugar a sistemas de partidos que asumen características opuestas entre sí, o bien se orientan a una polarización intensa, o bien ambos (actores) procuran ocupar posiciones cercanas al centro ideológico”. Por otro lado, y ahora sí refiriéndome al caso uruguayo —y, más específicamente, a los desempeños de los gobiernos uruguayos que ejercieron sus mandatos a partir de la aplicación de la reforma de 1996—, señalo que “(…) los perfiles de las políticas públicas ofrecidas y cumplidas por los sucesivos gobiernos parecen confirmar lo que anticipé sobre las fuerzas centrípetas que la competencia presidencial desencadena en nuestra democracia: más allá de una confrontación discursiva exacerbada, no solo coinciden los lineamientos centrales que caracterizan positivamente a dichas políticas, sino también coinciden en sus impotencias y en su ausencia de respuestas a ciertos desafíos y vulnerabilidades reiteradas” (págs. 146 y 147). Y un poco más adelante (pág. 149) señalo: “(…) nuestra democracia logra combinar los dos peores extremos: una polarización partidaria exacerbada que amenaza erosionar nuestra fraternidad cívica, por un lado, y, por el otro, una oferta de políticas públicas carente de opciones bien diferenciadas y prolijamente articuladas con sus respectivas concepciones de moralidad política”.
Así, pues, si mis conjeturas son correctas, para reconstruir el proceso que desembocó en la actual configuración y forma de funcionamiento del sistema político uruguayo, es preciso rastrear pistas más allá de los aspectos de formato institucional. Si tomamos los 19 casos de democracias latinoamericanas a los que se refiere el columnista y dejamos de lado algunas diferencias de diseño que resultan insoslayables y que dificultan la comparación —por ejemplo, en el formato argentino puede accederse al mandato presidencial en la primera vuelta si se reclute una mayoría calificada, mientras que en otros casos la segunda vuelta es obligatoria cuando ningún candidato obtiene en la primera vuelta una mayoría absoluta, es decir, más de la mitad de los votos válidos—, encontramos resultados completamente dispares que no pueden ser atribuidos a meras circunstancias puntuales. Así, por ejemplo, la suma de los votos obtenidos por los dos candidatos con mayores respaldos en las últimas elecciones primarias en Perú no superó el 35% de los votos validados. En cambio, en el caso uruguayo, en la primera instancia de voto obligatorio, la suma de los respaldos a los tres primeros candidatos suelen igualar o superar al 80% de los sufragios validados.
En mi libro aporto ciertas pistas complementarias para tratar de entender por qué en nuestro caso las incorporaciones de las primarias y del balotaje —dos componentes con inequívocas improntas mayoritaristas— constituyeron una respuesta de los dos partidos tradicionales al crecimiento electoral del Frente Amplio y terminaron consolidando las tendencias oligopólicas que ya venían operando en nuestro sistema político. En ese sentido, me remito a los pasajes de mi libro en los que trato de reconstruir las estrategias asumidas por las dirigencias partidarias a lo largo del período anterior y posterior a la reforma de 1996. Sobre la base de declaraciones públicas y decisiones adoptadas por un núcleo selecto de dirigentes de los tres partidos, sugiero:
1) la exclusión de representantes del Frente Amplio en los directorios de las empresas públicas durante el gobierno del presidente Lacalle Herrera, así como las razones que se esgrimieron para justificar dicha exclusión, constituyen el paso inicial de una operación tendiente a aislar al Frente Amplio del resto del sistema de partidos;
2) en esa misma dirección, el segundo paso es la acción combinada de ambos partidos tradicionales para impulsar la reforma del año 96, descartando de antemano la alternativa de que alguno de ellos acordora con el Frente Amplio para dirimir la instancia de la segunda vuelta presidencial;
3) como respuesta a las estrategias asumidas por el subsistema de partidos tradicionales para aislar al Frente Amplio y tratar de impedir su acceso al gobierno, terminan prevaleciendo dentro de este partido aquellas corrientes inclinadas a los modelos mayoritaristas y a los gobiernos monopartidarios, basados en sus propios programas;
4) a la vez, y también como complemento de esa apuesta polarizadora, se consolida como construcción discursiva predominante —aunque no exclusiva— aquella narrativa que caracteriza al Frente Amplio como la expresión de los intereses de las grandes mayorías, como el partido opositor a los proyectos de los sectores económicos dominantes y sus socios internacionales y, por lo mismo, como el aliado “natural” de las múltiples organizaciones de la sociedad civil que defienden los derechos y los intereses de los sectores subordinados.
Carlos Pareja
CI 575.187-6