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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNo, no pienso escribir sobre Cardama, porque ignoro absolutamente todo lo relacionado con temas navales y ya bastante es el mareo que provoca el mar de versiones cruzadas. Tampoco esta es una historia como la de Paulino, porque estoy lejos del genio literario de Quiroga. Sin embargo, me temo que esta carta al final terminará hablando de ambos.
La travesía de este gobierno comenzó con promesas de nuevos horizontes y brisa fresca. Se habló de unión, de justicia, de reconstrucción, de honestidad. Bastaron unos pocos meses para que la cubierta se llenara de murmullos y las renuncias empezaran a caer. Por mencionar los más sonados, primero fue la ministra de Vivienda, el presidente de Colonización siguió su ejemplo y la vicepresidenta de la ANP —ironía inevitable en esta carta— también saltó del muelle. Sin contar, claro, al presidente de ASSE, que, mientras tanto, continúa aferrado al mástil, resistiendo una tormenta que parece no tener fin.
Cuidado, el problema no es la tormenta al comienzo del mandato, al final de cuentas, más tarde o más temprano, todos los gobiernos la enfrentan; el problema es la deriva. No hay un rumbo claro, se improvisa, se rema a contracorriente, se decide antes de pensar. Si uno observa con cuidado, el país se parece a Paulino, febril y todavía confiado en que el río lo lleve a un puerto amigo, sin notar que se va a perder con la corriente.
El episodio de Cardama es buen ejemplo de eso. No voy a entrar en el fondo —porque me falta información mínima para tener, al menos, una opinión—, pero sí en la forma. Es el fiel reflejo de una decisión apresurada, tomada sin la claridad suficiente, que se justifica después de ejecutada. Como toda decisión de ese tipo, se adoptó —al menos fue la sensación que dejaron la conferencia y los pasos siguientes— debiendo suponer demasiadas cosas, y por ello su resultado tiene un fuerte componente azaroso. Podrá salir bien, y el capitán será celebrado como un visionario que anticipó la tormenta; o podrá salir mal, y entonces descubriremos que algo más precipitó la maniobra.
Aun así, no niego que todos, alguna vez, debimos tomar decisiones apresuradas. Reconozco también que, cuando hay verdadera urgencia, el titubeo puede ser más dañino que el error, pero ese es justamente el punto, a esta decisión la apremió la escasez —de dirección, de liderazgo, de confianza—. Lo que se percibió fue ansiedad, una prisa por demostrar que el barco se mueve, aunque lo haga sin rumbo, errático e impetuoso; pero que, al final del día, se mueve. A pesar de todo, allí tampoco hubo impulso, la nave sigue girando sobre sí misma, enfrascada en discusiones burdas, sin que nadie sepa exactamente hacia dónde se quiere ir y cómo se planea alcanzar esa meta. Se proclama la justicia social, pero no hay mapa que la oriente. Se declama la defensa de la educación pública, pero se la trata como lastre. Se habla de un país productivo, pero el puerto —metáfora y realidad— sigue detenido, como si esperara que el viento haga lo que el timonel no se anima a hacer. Las renuncias, las contradicciones, los silencios, todo apunta a lo mismo, un gobierno a la deriva, sin coraje para mandar ni humildad para aprender.
Paulino, en su agonía, todavía creía que el Paraná lo llevaría a Tacurú-Pucú. Algo de eso hay hoy en el país, una especie de fe resignada en que las cosas serán como en 2005, un deseo de que el movimiento equivalga a dirección y que, cuando pasen los tiempos aciagos, todo resultará bien. En la tormenta lo primero que se debe conservar es el juicio y, tristemente, parece que se lo llevó el viento. Sin embargo, no me voy a poner fatalista, aún no nos hemos hundido y el veneno está lejos de consumirnos. Seguimos flotando y gozamos de buena —o, quizás, no tanto— salud, pero queda en manos del capitán decidir si endereza el timón o si deja que el barco siga a la deriva, confiando en que alguna corriente benigna lo acerque al puerto.
Por mi parte, espero —cualquiera sea la decisión que tome el capitán— que al final del viaje las amarras se tiendan en buen puerto y no se haya caído nadie por la borda en la travesía. A pesar de ello, tengo claro también que esperar no basta, que hace falta gobierno, alguien que tome el timón y marque la dirección, alguien que navegue y no se deje llevar. En fin, hace falta que dejemos de estar a la deriva.
Brahian Furtado