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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl Frente Amplio (FA) gobierna Montevideo desde hace 35 años. En su fuero íntimo, nadie (ni los candidatos) tiene duda de que la gestión ha sido peor que pésima y que ha ido empeorando en cada período, hasta hacerse indefendible, por su peoría y por acumulación de sus efectos: mugre, oscuridad (por falta de luminarias y por falta de poda), calles y veredas destrozadas, zonas inundables confesamente abandonadas a su suerte, iniciativas desastrosas, por su costo y su resultado (corredor Garzón), transporte público pésimo (para los que no tienen más remedio que usarlo: los que menos tienen), subsidiado y, sin embargo, en vías de quebrar, casinos que pierden plata (caso único en el mundo), un déficit insondable pese a la fortuna que recaudan, y el uso del cargo exclusivamente como plataforma política para la carrera presidencial, en particular el primero y, de forma obscena, la última (incluyendo festivales, el festejo de un aniversario inventado y la transformación de un canal público de TV en un comité de base).
Y como cierre bien pum para arriba, el nombramiento de la “asesora en comunicación”, el escandalete de las horas extras (no por archisabido es menos indignante) y los lastimosos, patéticos discursos de los candidatos, tan incapaces de desmarcarse de las gestiones previas como de generar la más mínima ilusión de que algo va a ser distinto; y menos aún (Bergara tuvo el rostro de cemento armado de intentarlo) de hacerle creer a alguien que Montevideo mejoró desde que el FA lo gobierna.
En síntesis, falta de servicios, despilfarro, ineficiencia, desidia, inmoralidad, cinismo. Sin embargo, volvieron a ganar, y sin despeinarse.
Yo era muy joven cuando nació el Frente Amplio y, con él, el maravilloso fenómeno de los comités de base, llenos de gente y de entusiasmo. Una de las primeras tareas proselitistas en las que participé fueron las barriadas, los “puerta a puerta”. De esa actividad, me quedó el vívido recuerdo de una experiencia repetida: en uno (tal vez dos) de cada cinco timbres que tocábamos, la persona que nos atendía, luego de escucharnos respetuosamente y recibir nuestro volante, nos decía, con cierto aire canchero: “Entiendo todo lo que me dicen, pero yo siempre fui colorado (o blanco) y voy a seguirlo siendo”. Con mis 17 jóvenes añitos, me iba de esas casas con una intensa sensación de frustración, rumiando improperios sobre la que suponía una pobre condición intelectual del entrevistado.
Es fantástico —y triste— ver cómo nuestras capas medias altas e ilustradas (convidadas de piedra indiscutibles de aquel fenómeno y de este) han logrado dar vuelta la maquinita y pasar de aquellos hercúleos proyectos de cambiar el mundo de raíz, apoyados en gruesos tomos de sesuda teoría, a disfrutar del placer decadente del poder por el poder en sí mismo, atrincherados en una “razón” tan pobre como aquella, travestida en su versión especular: “Jamás voy a votar a los partidos tradicionales”. (No todos lo dicen, pero todos lo piensan y, en casos como este, a la gran mayoría, es lo único que la mueve).
Duele ver a tanta gente que alguna vez tuvo espíritu crítico y transformador convertida en feligreses de una iglesia, y ya ni siquiera por amor a sus dioses (no queda uno, en el Uruguay ni en el mundo, digno de inspirarlo —con pocas y honrosas excepciones—, ni siquiera entre los muertos) sino por odio a los dioses de la tribu de enfrente.
Un exfrenteamplista que, de joven, se la tomó en serio