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    El gasto en educación

    Sr. director:

    Hay decisiones que se convierten en declaraciones de principios, el presupuesto para la educación formulado y votado por el Frente Amplio es una de ellas, una elección que habla por sí misma con una claridad implacable.

    Durante años, el Frente Amplio construyó su identidad sobre una supuesta defensa irrestricta de la educación pública. Lo hizo con pancartas, con discursos, con lágrimas en los ojos y pancartas en cada esquina. Pero hoy, cuando le toca gobernar otra vez, el telón cae y detrás no está la épica del paladín que rescata a la doncella en apuros, por el contrario, está el político que cede ante el economista resignado. Se ajusta donde más duele, donde se forma el futuro, donde cada peso invertido multiplica dignidad. En cambio —y paradójicamente— sí hay margen para aumentar el presupuesto militar. Las prioridades del partido de gobierno, queda visto, son otras.

    La incoherencia no sorprende. Es parte de la práctica que confunde sensibilidad social con retórica política; de esa lógica que cree que las causas se defienden con frases hechas y repetidas. Sin embargo, la educación se potencia con recursos, planificación y coraje político —todo lo que hoy parece faltar—.

    El partido de gobierno parece haber decidido que la educación ya no es el eje de su proyecto de país. En su lugar, emerge un pragmatismo de números que se pretende progresista, pero que huele a conservadurismo: “gastar” menos donde el retorno es más lento, más incierto, más humano.

    Resulta curioso, casi irónico, que quienes ayer denunciaban un supuesto recorte en educación —cuando los presupuestos crecían en términos reales y se intentaba transformar el sistema educativo para adecuarlo a los nuevos tiempos— sean hoy los ejecutores de un ajuste verdadero, tangible, cuantificable. En aquel entonces, bastaba un cambio metodológico para hablar de recorte neoliberal. Hoy, en cambio, la tijera es literal y el silencio ensordecedor.

    Nada destruye más rápido el tejido moral de una sociedad que el desdén por su educación. Ese desdén ya se hizo visible durante la administración pasada, cuando la oposición infantil —y en muchos casos reaccionaria— se dedicó a sabotear la transformación educativa; y vuelve a hacerse visible ahora, cuando se elige decirle al país que el conocimiento puede esperar, que la formación de sus hijos no es prioritaria, que la urgencia está en otra parte. Tristemente, parecemos un país que se entrega, poco a poco, al fatalismo de los que ya no esperan nada.

    Por eso no se trata de un debate técnico, ni de parlamentarias sin sentido, tampoco de una disputa marginal sobre partidas o porcentajes presupuestales. Se trata, en esencia, de definir qué país queremos ser, ¿uno que invierte en cuarteles o en aulas; que cree en la libertad, la igualdad y el progreso o uno que se resigna al fracaso educativo; que forma ciudadanos o fabrica súbditos? No hay punto medio.

    A pesar de lo que nos diga el presupuesto, la educación sí importa. Importa porque allí nace la verdadera justicia social, porque es ella la abanderada de las oportunidades. Importa porque sin educación no hay progreso ni democracia que se sostenga ni libertad que perdure. Importa porque cada niño y adolescente que transita la educación pública lleva en su mochila, además de cuadernos y lápices, la esperanza de un país que todavía puede mejorar.

    Quienes hoy recortan en educación quizá crean que están equilibrando cuentas. En realidad, cuando deciden dar la espalda a la educación, lo que están diciendo —aunque no lo admitan— es que renuncian al porvenir y con ello nos traicionan a todos.

    Porque hay decisiones que son, en sí mismas, declaraciones de principios. Y este presupuesto lo es, declara que la educación puede esperar, que el futuro puede esperar. Pero el país no. El país no puede detenerse a esperar a quienes se han olvidado de la justicia social. La educación sí importa y seguirá importando aunque la ignoren, ella es la esencia misma de nuestro país.

    Brahian Furtado