Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSr. Director:
Hubo un tiempo en que los reyes eran una figura decorativa, huéspedes ocasionales de los territorios que formalmente les pertenecían, pero que, en la práctica, eran dominios exclusivos de los señores feudales. Eran ellos —los verdaderos dueños del tiempo y del trigo, del castigo y del perdón— quienes imponían tributos, decretaban destinos y extendían su sombra sobre los siervos. No respondían a ley ni a rey. Solo a su instinto y a la costumbre del privilegio.
Ese mundo, que muchos suponen sepultado entre los pliegues polvorientos de la historia, está más presente de lo que nos gusta admitir. Lo que creíamos ruina medieval —esas formas altivas de ejercer el poder, esa resistencia obstinada a los controles— es, en Uruguay, arquitectura institucional. El hábito ha cambiado, los hábitos del poder, no tanto.
Los castillos de antaño son los palacios municipales del ahora. Allí, rodeados de asesores, allegados y aduladores —rentados, claro—, estos caudillos locales reparten favores como se repartían escudos nobiliarios. El poder departamental se ha convertido en una parcela donde —en silencio, pero sin excepción— rige la ley del caudillo y la política se hace con el bolsillo del contribuyente y, tristemente, la memoria corta del votante.
No hay que remontarse siglos ni leer crónicas empolvadas: basta con invocar al otrora señor de Soriano —hoy caído en desgracia o, quizás, no tanto— para confirmar que el modelo persiste. Aunque se ensaye un libreto centrado en atribuir intencionalidades y teorías conspirativas antes que asumir responsabilidades, el resultado es el mismo: el señorazgo departamental sigue vigente. Ese título parece conferir el derecho natural de administrar los recursos públicos como si fueran parte del patrimonio personal de quien lo ostenta. Donde debería haber institucionalidad, hay voluntad. Donde debería haber gestión, hay capricho.
Algún desprevenido —y otro un poco más avispado— pretendió instalar la burda idea de que esto era tan solo posible en el interior: atrasado, ignorante, aferrado a añejas tradiciones caudillescas. Una designación directa por tres meses por unos $ 600.000 vino a echar por tierra tan desacertada tesis. Todo pretendió ocultarse bajo un manto de excepcionalidad, un error de cálculo que su propia fuerza política con prontitud salió a cruzar —por los tiempos electorales que corren, permítame agregar—. Lo cierto, así lo recogió Búsqueda en la edición de la semana pasada, detrás de esa designación están los métodos de siempre: discrecionalidad, premios cruzados y acomodos silenciosos.
Que no se confundan mis palabras, la descentralización es un ideal republicano; el poder alejado del ciudadano es caldo de cultivo para el autoritarismo, pero cuando se pervierte, cuando se entrega sin controles ni balances, se transforma en herramienta para consolidar pequeños tiranos. Los gobiernos departamentales son su triste reflejo, lejos de empoderar a la ciudadanía, se han convertido en un aparato clientelar. Nada es lo que debería ser, por el contrario: la Junta Departamental es una escriba sumisa, el Tribunal de Cuentas un buzón decorativo y el ciudadano un espectador olvidado al que le caen migajas de acuerdo con su grado de adhesión y contribución a quien ostenta el poder.
Aquí es donde la realidad nos recuerda que la democracia no es derecho otorgado, es construcción diaria que exige responsabilidad republicana. Para cumplir con ese deber debemos tener presente que: no hay Estado de derecho cuando el poder se pasea sin frenos ni contrapesos, no hay república cuando la autonomía deviene licencia para el abuso, no hay empoderamiento ciudadano cuando el pueblo solo elige a quien lo somete. Porque, donde no hay controles, hay capricho; donde no hay justicia, hay vasallaje; y donde no hay pueblo con voz, hay apenas súbditos con urna.
El régimen de los gobiernos departamentales necesita una reforma profunda, estructural y urgente. No basta con pequeños ajustes, hay que repensarlo desde sus cimientos. Para empezar, es imperioso eliminar la reelección y con ello el vicio de usar el Estado para una campaña personal. Hay que racionalizar estructuras, auditar gastos y limitar el uso de recursos nacionales en gestiones locales sin criterios de evaluación. Es indispensable un Tribunal de Cuentas con garras y dientes, con posibilidades reales de control y sanción. Debe haber mecanismos eficaces y veraces de rendición de cuentas: cabildos abiertos, audiencias públicas, instancias vinculantes. Hay que profesionalizar de una vez por todas la gestión departamental: ingreso por concurso y poner fin al acomodo, fin del reparto de cargos como botín de guerra. Basta de parientes, amigos o aduladores sin formación. Basta de usar la administración como cantera de votos y plataforma de impunidad. Pero, sobre todo, hay que poner al ciudadano en el centro. Porque la política departamental no puede seguir siendo un juego de caudillos ni una sucesión de lealtades espurias, debe ser una herramienta de equidad territorial, un instrumento para que nacer en Artigas no implique menos oportunidades que nacer en Montevideo. Eso exige repensar todo.
Este país avejentado necesita juventud institucional, energía cívica y un renacimiento ético. El Uruguay de los próximos 50 años no puede construirse sobre los cimientos corroídos de gobiernos feudales. El futuro exige estructuras que distribuyan oportunidades más allá del lugar en el que se nace.
La política, cuando se vuelve costumbre, olvida su vocación transformadora; y ya es hora de poner un fin al despotismo departamental, porque mientras seguimos en este trance soporífero, los señores feudales siguen gobernando. Algunos con discreción, otros con descaro. Algunos con eficiencia, otros con torpeza. Todos con demasiado poder. Todos representando un serio peligro para nuestra democracia. Todos con el silencio cómplice de una república que se resigna.
Es hora de terminar con la apatía. Es hora de cambiar.
Brahian Furtado