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Hace ya algunos meses, el profesor Guillermo Vázquez Franco cumplió 100 años. Que no son pocos. Y que supo dedicar con maestría al estudio de la historia de los tiempos de formación de nuestro país. Debió haber tenido un torrente de reconocimientos a sus méritos intelectuales, pero no lo tuvo. Al menos, yo no pude percibirlo.
Me parece muy evidente que la academia uruguaya puso en eficaz funcionamiento lo que yo llamo “el muro del silencio”. El mismo que aplican, casi siempre, a los intelectuales que no comulgan con la vulgata progre. O a quienes ellos califican de “neoliberales”.
En el caso del profesor Vázquez Franco opera otro factor. Sus estudios han destruido la mayor parte de los mitos y mentiras que la academia ha creado, difundido e impuesto, desde 1880 hasta la fecha, en cuanto a aquellos tiempos en que la Banda Oriental se transformó en el actual Uruguay.
Por eso hablan tan poco de lo suyo. Un recurso muy viejo, que Orwell describió muy bien en su famosa distopía. Al fin de cuentas, aquello de lo que nadie habla… casi deja de existir.
Fueron muchos sus aportes novedosos. Desde la destrucción del mito artiguista hasta la demolición total de la historieta del 25 de agosto de 1825 como fecha de la independencia. Y, pese al muro de silencio, ha logrado que sus ideas se vayan imponiendo poco a poco. Percibo ya a muchas personas que participan de sus ideas. Entre ellas, varios historiadores jóvenes no afectados definitivamente por aquella mitología mentirosa. Hasta logró la resurrección intelectual de Francisco Berra: aquel historiador del siglo XIX que había sido eliminado del universo cultural uruguayo por su antiartiguismo (fundamentalmente acertado, aunque, en mi opinión, algo exagerado: Artigas tuvo también algunos aspectos elogiables). Hoy vemos autores de la academia que han vuelto a mencionar a Berra. Cuya obra merece, ciertamente, mucha atención. Que meramente lo citen ya es mucho. Y es fruto de la reivindicación formulada por Vázquez Franco.
Incluso logró que la academia lo invitara a participar en la edulcorada obra colectiva sobre las Instrucciones del Año XIII. Que Vázquez Franco destrozó en menos de 20 páginas, con el preciso título de “Utópicas y ucrónicas”. Idea que no comparto totalmente, porque yo percibo en ese mito uruguayo varias ideas, muy compartibles y valiosas, sobre la resistencia a la opresión y dominación bonaerenses. Aunque alguna, como la eliminación de Buenos Aires como ciudad capital, fuera una mera tontería (a lo sumo, con valor propagandístico para enardecer a las mesnadas artigueñas). Y luego, nada más que una copia casi textual de alguna Constitución norteamericana. Pura literatura de propaganda, totalmente inaplicable a la Banda Oriental (y a las otras provincias) en aquellos tiempos. Y esa parte sí que es utópica y ucrónica. Literatura de fantasía que Artigas, un hombre de escasa cultura y casi analfabeto, no podía comprender. Al igual que el noventa y nueve por ciento de la escasa población de la Banda Oriental en aquellos tiempos. El premio que Vázquez Franco recibió por esas 20 escasas páginas fue que no lo invitaran al mamotreto sobre la inexistente reforma agraria artiguista. No fuera cosa que se repitiera el episodio y la venerada reforma agraria artiguista se fuera a convivir con el Titanic.
Vázquez Franco rescató del olvido la casi desaparecida Convención Preliminar de Paz. Que sin duda alguna fue la real fecha de la independencia de la provincia oriental. Nada que ver con lo del 25 de agosto. Y nadie ha podido rebatirlo hasta ahora. Ni podrán hacerlo en el futuro. Tampoco lo han intentado… Su último libro, Traición a la patria, es concluyente.
Sobre todo porque la tesis del profesor Vázquez Franco está escrita —en forma categórica— en la Constitución de 1830. Que muchos no han leído nunca, que otros la han ocultado cuando la han leído, y que sigue siendo la gran desconocida en esa cuestión.
Repasemos un poco. Porque eso pueda ser, tal vez, mi pequeño y humilde homenaje al maestro Vázquez Franco.
Ese texto constitucional comienza así:
“En el nombre de Dios Todopoderoso, Autor, Legislador y Conservador Supremo del Universo. Nosotros, los representantes nombrados por los pueblos situados a la parte oriental del Río Uruguay, que, en conformidad de la Convención Preliminar de Paz, celebrada entre la República Argentina y el Imperio del Brasil, en 27 de agosto del año próximo pasado de 1828, deben componer un Estado libre e independiente; reunidos en Asamblea General, usando de las facultades que se nos han cometido, cumpliendo con nuestro deber…”.
Más claro y categórico, imposible: “En conformidad con la Convención… deben componer un Estado libre e independiente”. Por eso nunca nos han enseñado o leído ese texto. Pasé por la escuela uruguaya, por el liceo, por el IAVA, por la Facultad de Derecho, todos uruguayos… y nunca oí a nadie mencionarlo. He leído muchísimo sobre ese período de la historia oriental… y al único que pude observar divulgando ese texto fue al profesor Vázquez Franco. El resto de la academia, por lo visto, ha perdido la primera página del texto constitucional de 1830 (también la última, como veremos a continuación).
No es un texto aislado. Responde íntegramente a lo expuesto por José Ellauri en el informe sobre el texto constitucional:
“Constituir el Estado… por expresarme con más propiedad, es ya una obligación forzosa de que no podemos desentendernos: nos ha sido impuesta por una estipulación solemne, que respetamos, y en la que no fuimos parte, a pesar de ser los más interesados en ella”.
Si la Asamblea Constituyente de 1830 tenía el cometido de “componer un Estado libre e independiente”, y si esto debían hacerlo en función de una obligación emergente de una convención en la que los orientales no fueron partes, y todavía, una obligación de la cual “no podemos desentendernos” (¿aunque hubiéramos querido?, me pregunto yo): ¿cómo puede discreparse con el profesor Vázquez Franco?
¿Cómo hubiera sido posible componer un Estado libre e independiente si este ya tuviera existencia?
Por si eso fuera poco, en el final del texto constitucional, los asambleístas constituyentes dan el máximo sostén posible a Vázquez Franco:
“Artículo 159. La reforma constitucional de la República no podrá variarse sino en una grande Asamblea General compuesta de número doble de senadores y representantes, especialmente autorizados por sus comitentes para tratar de esta importante materia; y no podrá sancionarse por menos de tres cuartas partes de votos del número total. Dada en la Sala de Sesiones y firmada de mano de todos los representantes que se hallaron presentes, en la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo, a diez días del mes de septiembre del año del mil ochocientos veintinueve, segundo de nuestra Independencia”.
Si en setiembre de 1830 nos paseábamos por el segundo año de nuestra Independencia, parece que no sea difícil conjeturar cuál pueda haber sido el primero. Por lo pronto, si hubiera sido en agosto de 1825, al llegar setiembre de 1830 ya habríamos estado corriendo el primer tramo del sexto (recién iniciado…).
No creo que se pueda desconocer la resultancia del texto constitucional. Que no mereció, en ese aspecto (y hasta donde llegan mis escasos conocimientos), ninguna objeción. Nadie saltó a recordar a los asambleístas que no era el segundo año, sino el sexto…
Eso era lo que pensaban, creían y vivían los orientales de aquellos años. Pero la academia, desde 1880 en adelante, decidió reescribir la historia. Bien que se les puede aplicar el preciso apotegma del gran Jean François Revel: “Un izquierdista es un hombre que tiene ideas, ama sus ideas y vive de sus ideas. Y si sus ideas están en contradicción con la realidad, pues: ¡peor para la realidad!”. Es cierto que en este tema no se trata de izquierdas o derechas, pero la idea es la misma: ¡peor para la realidad!
Y si para doblegarla hay que mentir, se mentirá. Si hay que inventar, se inventará. Si hay que silenciar voces contrarias, se las silenciará. Si hay que ocultar documentos o autores, se hará con ellos lo mismo que hacía el padrecito Stalin cuando alteraba las fotografías en que habían aparecido los nuevos defenestrados: los hacemos desaparecer, los quitamos de la foto, no hablamos más de ellos… y dejan de existir. Y, sobre todo, aunque generalmente en forma subrepticia o subconsciente, introducimos nuestras ideas actuales en la mentalidad y conductas de la gente de aquellos tiempos.
Con Vázquez Franco no lo han logrado. Por lo que vienen ensayando la vieja técnica del Muro del Silencio. Me parece que esta vez la van a perder: es demasiado sólido lo del maestro.
Y con tan torpe procedimiento, ocultamos la verdad histórica y llenamos nuestro ambiente cultural con pomposas bibliotecas, y ahora videos en YouTube (que solamente ensalzan nuestros anhelos y fantasías, ocultando la realidad de lo sucedido). Y logramos —eso es importantísimo— tener un día para concurrir a Florida, en procesión casi religiosa, a recitar todos los años los mismos mentirosos versos e idénticas fantasías. Por suerte, hace ya tiempo que no me martirizan haciéndome escuchar el abominable Himno a Artigas de Ovidio Fernández Ríos. Que tuve que cantar muchas veces cuando era escolar (pues aún me creía todos aquellos bulos y era demasiado pequeño para resistirme).
El tema, por cierto, da para mucho más. Porque sería errado creer que uno o varios textos constitucionales terminan con el problema. Hay mucha maleza para eliminar. Observo, desde que Vázquez Franco irrumpió con su tesis sobre la hasta entonces olvidada Convención Preliminar, que muchos propagandistas se han corrido un poco. Y salen del paso diciendo que, en realidad, lo de la independencia no puede ser una fecha, sino que es un proceso.
Lo dejamos para otra oportunidad, pero es muy evidente que el maestro que tanto soslayamos los uruguayos —me refiero a Carlos Vaz Ferreira— se habría hecho una fiesta con ese sofisma.
Tampoco hay que olvidar que hablamos del “pueblo oriental”, de “los orientales”, y de tantos vocablos con significación colectiva. Lo que esconde un equívoco verbal que suele llevar a conclusiones desacertadas.
También es muy evidente que hay un hábito, muchas veces subconsciente, pero muy generalizado, de introducir nuestras ideas y concepciones actuales en la mentalidad y conducta de la gente de aquellos tiempos. Nos olvidamos, por ejemplo, de precisar bien qué entendían nuestros antepasados por “independencia” o “libertad” (a vía de ejemplo). A menudo, demasiado a menudo, se trata de ideas muy distintas. Y para el intérprete no acostumbrado a la permanente vigilancia y corrección de ese inevitable sesgo intelectual eso suele llevar a conclusiones incorrectas.
Pero eso podemos dejarlo para otra oportunidad, si el Sr. Director es tan amable de concedernos ese espacio.
Enrique Sayagués Areco