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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDías atrás Búsqueda informó acerca de un recurso de amparo presentado por un estudiante de la Facultad de Ciencias Económicas y Administración (FCEA) de la Universidad de la República (Udelar) contra una resolución que denegaba su pedido de formación de una mesa especial para tomarle examen un día que no fuera sábado, ya que su religión le prohíbe realizar cualquier actividad ese día de la semana.
La sentencia definitiva de primera instancia acogió la demanda y fue apelada. El pasado 24 de febrero el Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 3er turno dictó la sentencia de segunda instancia, que confirmó la recurrida.
No me propongo hacer un estudio minucioso de la cuestión desde el punto de vista jurídico; no es este el lugar ni sería yo la persona idónea para hacerlo. Pero hay ciertas consideraciones generales que sí considero pertinente expresar.
Los jueces no pueden decirle a la administración (en sentido amplio) cómo cumplir sus funciones. Pueden y deben, sí, prevenir y corregir ilicitudes y eventualmente imponer sanciones a quien las cometa; pero, mientras la administración se mantenga dentro del campo de lo lícito, no cabe en nuestro sistema la injerencia judicial.
Cuando de amparo se trata, ese concepto general está expresamente recogido por la Ley 16.011, que exige que haya “ilegitimidad manifiesta” en el acto o la omisión que se cuestiona para que resulte procedente la intervención de la Justicia.
Repárese en que no alcanza con la sola ilegitimidad: la ley requiere que ella sea “manifiesta”. La jurisprudencia ha interpretado ese requisito en el sentido de que, para que quepa ir contra ella por la vía sumarísima del amparo, la ilegitimidad debe ser grosera, burda, evidente para cualquier observador imparcial.
¿Es este el caso?
Para empezar, no hay norma constitucional ni legal que imponga a la Udelar el deber de adecuar sus servicios a las creencias religiosas de sus estudiantes.
Lo que sí hay es un artículo de la Constitución, el 5º, que dice que “el Estado no sostiene religión alguna”, y otro, el 8º, que dice que “Todas las personas son iguales ante la ley”. Esas son bases suficientes para justificar, al menos prima facie, la negativa a una solicitud de tratamiento especial fundada en una creencia religiosa. Aunque un análisis más profundo llevara a concluir que la negativa es ilegítima, la ilegitimidad nunca podría calificarse de “manifiesta” en el sentido establecido por la jurisprudencia.
A juicio del tribunal, empero, la resolución de la FCEA que se impugnó mediante el amparo sí es manifiestamente ilegítima, “porque objetivamente vulnera el derecho a la educación pública del estudiante (…)”.
Con ese criterio, si mañana un estudiante radicado en la ciudad de Artigas y carente de medios económicos para instalarse en Montevideo pidiera a la Udelar que imparta los cursos de su interés en aquella ciudad, la negativa a su solicitud objetivamente vulneraría su derecho a la educación pública y sería impugnable mediante el amparo. Para no incurrir en ilegitimidad manifiesta, la universidad tendría que prestar sus servicios en todo tiempo y lugar en los que le fueran solicitados por los estudiantes. Insisto: no hay norma alguna que imponga a la Udelar ese deber, quizás por aquello de que “a lo imposible nadie está obligado”.
Si las circunstancias (salones y profesores disponibles, etc.) lo permitían, la demandada pudo quizás haber accedido a lo solicitado, pero no porque una norma la obligue a hacerlo sino por mera tolerancia, concedida en ejercicio de las facultades ampliamente discrecionales de que goza y “sin sentar precedente”, como suele decirse en la jerga administrativa. Si la universidad estuviera obligada a acceder a todos los pedidos de consideraciones especiales de sus estudiantes, es probable que se distorsionara gravemente la prestación regular de sus servicios.
La Justicia resuelve el caso concreto sometido a su consideración, mientras la administración atiende a miles de personas, a las que debe dispensar, en principio, un trato igual; por eso debe tener en cuenta las “cuestiones burocráticas, administrativas, problemas de logística, de salones, etc.”, a las que el tribunal restó importancia. No se atendería debidamente al interés general si no se tuvieran en cuenta esas limitaciones materiales, prosaicas pero insoslayables; lidiar con ellas es la tarea diaria de los entes de enseñanza pública. No se justifica imponer por sentencia la adecuación del servicio a una situación individual salvo que sea para corregir una irregularidad, y por lo que sabemos no se alega que en este caso haya habido alguna.
Podrá discutirse, desde luego, si la universidad hace un uso eficiente de sus recursos, si podría organizar mejor la prestación de sus servicios, si tiene la suficiente flexibilidad para contemplar en la medida de lo posible las necesidades de sus estudiantes; pero todo eso atañe al acierto o desacierto de la gestión, no a su legitimidad.
Párrafo aparte merece la afirmación del tribunal de que el pedido del amparista es “especialmente razonable”. Entrar a juzgar la razonabilidad de los pedidos fundados en preceptos religiosos es ingresar a un terreno peligrosamente resbaladizo. ¿Quién puede calificar la seriedad de una iglesia o de un culto, la sinceridad de quien dice profesar cierta creencia o la racionalidad de un mandato obligatorio para los fieles de un credo determinado? Nada de eso debería ser objeto de apreciación por los jueces de un Estado laico como el uruguayo. Pero, si todos los pedidos fundados en creencias religiosas deben recibir el mismo trato, es obvio que, en el país de los vivos, queda la puerta abierta para la picardía y el abuso.
El tribunal resolvió el pleito realizando una ponderación de los derechos en juego y citó doctrina que afirma que dicha ponderación es “una operación notablemente discrecional; personas razonables pueden discrepar sobre su resultado” (considerando VII). No se entiende cómo pueden coexistir la ilegitimidad manifiesta y la notable discrecionalidad.
Queda claro a esta altura que pienso que debió rechazarse la demanda de amparo por no ser manifiestamente ilegítima la resolución administrativa resistida. Más allá de este caso concreto, lo que me preocupa es que en nombre de los derechos individuales y por medio del recurso de amparo los jueces le indiquen a la administración, aun cuando no haya violado norma alguna, cómo tiene que actuar para mejor cumplir sus cometidos. La separación de poderes no solo protege a la Justicia de los siempre posibles desmanes de los poderes políticos del Estado; también la limita en sus atribuciones.
Ope Pasquet