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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl término american exceptionalism suele vincularse con la descripción que hace Alexis de Tocqueville de los EE. UU. en su clásico libro Democracia en América, y se lo define como la creencia de que los EE. UU. son una nación única y diferente, imbuida de una cierta superioridad moral y con una misión de liderar el mundo a partir de ciertos valores, como la democracia y la libertad individual. Parte de las raíces de esa idea están en la influencia del protestantismo en los orígenes políticos de la nación.
Ese espíritu “cruzado” ha estado presente, aunque con variada intensidad, a lo largo de casi toda la historia de los EE. UU., conviviendo, no sin dificultades, con los aspectos más geopolíticos, de poder y de intereses, que informan la política norteamericana, como bien lo explica Henry Kissinger en su mejor libro: Diplomacy.
Nunca aislado de una visión geopolítica de la realidad, el american exceptionalism (tan irritante muchas veces, para el resto del mundo) ha sido exhibido y esgrimido con mucho énfasis por presidentes como Wilson, Roosevelt, Kennedy, Carter y Reagan. Buscó darle un sentido especial a la intervención americana en las dos guerras mundiales y perduró en Corea, para después naufragar en Vietnam.
Mientras duró la Guerra Fría, los tantos estaban claros: había buenos (nosotros) y malos (ellos). Pero ya para fines de los 60, las líneas se empiezan a borronear con reacciones contestatarias muy fuertes, desde el Mayo Francés hasta los movimientos pacifistas y rupturistas en EE. UU., inspirados en Marcuse y otros por el estilo.
Con la caída del Muro de Berlín, los “malos” se reciclaron, dificultando su identificación y provocando un afloje de las lealtades de los “buenos”, basadas muchas veces más en temores y simplificaciones que en principios. Lo que repercutió sobre el mito del american exceptionalism.
Paralelamente, EE. UU. comienza a experimentar un enlentecimiento de su crecimiento económico y el surgimiento, en el mundo, de actores que desdibujan y hasta ponen en duda los fundamentos económicos del mito. Japón primero, aunque luego se empantanó, la Unión Europea y, más recientemente, China.
Internamente, el excepcionalismo basado en la convicción y el poder comienza a competir con el “wokismo”: el sentido de todo se basa primordialmente en mí: mi libertad, mi realización personal. El deber deja de ser la piedra angular de la moral y lo remplaza la convicción de lo que se llama “derecho individual”, algo autónomo, que no se justifica por una meta de Bien Común.
Así, entonces, no solo los EE. UU. ya no son “a beacon on the hill” (otra expresión de la época dorada), ni en términos morales ni políticos, sino que tampoco su desempeño económico satisface la noción puritana de ser la señal del beneplácito divino. Ya no corre más aquello de que lo que es bueno para los EE. UU. es bueno para el mundo.
Trump y su “Make America great again” (Maga) son una reacción a esa percibida decadencia, en dos aspectos externos, de pérdida de hegemonía económica y pérdida de hegemonía moral e, internamente, la pérdida del american exceptionalism y su sustitución (así es como lo ven) por la cultura woke.
Esa reacción es percibida correctamente por Trump. Ahora, ¿qué es lo que propone? ¿La vuelta al american exceptionalism con sus contenidos morales y su misión de cruzada? ¿Retomar el rol de liderazgo moral (tal como era visto), con los costos (también económicos) que eso conllevaba? Claramente no.
De todo el mix cultural que compone el american exceptionalism, Trump solo entiende una parte. O, si se quiere, dos: una de fondo y otra comunicacional. Esta última se compone de ejercitar el manual litúrgico americano, desde “Save America” en adelante.
Pero el cerno está en lo otro: a Maga no le atrae la parte de las alturas morales (aquello del beacon on the hill, expresión muy usada por Reagan, parafraseando el Evangelio). Está convencido de que el eje del asunto está en el poder y, más concretamente, en el poder económico. Ese es, para Trump, el auténtico (y único) Destino Manifiesto de los EE. UU. Eso sí, para reconquistarlo, el énfasis no está en la vuelta a la mística puritana del trabajo y del ahorro, sino en la magia de los negocios. Y, para tener éxito en el universo de los “deals” —la palabra mágica de Trump— hay que terminar con todo el bobeo woke.
¿Aberrante? En algunos aspectos sí. Pero lo impactante es ver cómo pegó. Trump (como Milei) nunca oyeron a Aristóteles, en aquello de “in medio virtus”, y es posible que terminen despeñándose, pero, en el mientras tanto, su poder es enorme. Y las consecuencias —al menos algunas— los sobrevivirán.
El american exceptionalism tenía ingredientes de hipocresía, pero también principios, valores y —sobre todo— límites. Lo que estamos viendo se parece mucho, históricamente, a la etapa de las “carpet baggers”, que siguió a la Guerra de Secesión: el aprovechamiento económico del poder sobre los más débiles (léase, Ucrania, Panamá, Groenlandia…).
Si aquello tenía mucho de real politik, esto es puro cinismo.
Ignacio De Posadas