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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAsí se llama, en términos náuticos, cuando se navega sin utilizar instrumentos que provean información objetiva acerca de ubicación, rumbo, profundidad, vientos, etc.
Es precisamente lo que está ocurriendo en nuestro mundo con la influencia de las redes sociales en nuestras vidas y, muy especialmente, sobre nuestra moral.
El punto cobró especial relevancia y atención hace un tiempo a raíz de la decisión tomada por uno de los “dueños” de la comunicación informática, el megamillonario Mark Zuckerberg, que controla Facebook e Instagram.
El señor asume públicamente que sus empresas ya no se ocuparían más de verificar los contenidos que publican y de tomar medidas cuando fueran objetables. Generó tremendo revuelo y fortísimas críticas. Se lo acusó de estar abandonando un deber moral.
A poco que se medite el asunto, impacta lo extraño de la situación.
Las redes han causado una profunda disrupción en las costumbres y en la moral de las sociedades contemporáneas, afectando —entre otras cosas— la libertad de expresión y la protección del derecho a la intimidad y al buen nombre de las personas.
Bajo la tesis de que no son medios de prensa sino meros vehículos de información, sumado al hecho de las enormes dificultades técnicas para encuadrar este fenómeno en los marcos jurídicos existentes que regulan a la prensa, la realidad ha sido primero de un “viva la Pepa” y luego de medidas bastante discutibles. Como lo que llevó al señor Zuckerberg a montar una suerte de poder judicial propio, encargado de resolver qué está bien publicar y qué no. Fue con ese mecanismo que este señor hace unos años bajó a Trump de las redes (cuando ya había perdido la elección), lo que, bien mirado, es algo difícil de aceptar: una suerte de poder judicial corporativo (e inapelable).
Pero ahora resulta que el griterío se produce porque Zuckerberg resolvió eliminar ese poder judicial y sustituirlo por un tribunal difuso de opinión pública. Cada cosa más rara que la otra.
Más allá de que el cambio parece obedecer a motivaciones empresariales (esta vez Trump ganó), la cosa exige de un análisis desde un punto de vista moral.
Por un lado, rechina que el ejercicio, por ejemplo, de la libertad de expresión esté sujeto a la decisión de un tribunal empresarial, pero eso no avala que, ahora, pase a no estar en las manos de nadie. Y, además, tanto en una solución como en la otra, el desenlace se resuelve sin que exista una normativa legal que exprese valores y criterios para distinguir el bien del mal.
La capacidad de daño que se alcanza (y se produce) a través de las redes es descomunal y está abundantemente probada.
Es cierto que la tarea de regularlas es tremendamente difícil y delicada y que las expresiones concretas de su intento en algunos países parecen aún como parciales e incipientes. Regular la libertad de expresión es una materia muy delicada.
Pero, y lo dice un liberal, es un caso en el cual la ausencia de normas deja desguarnecidos a varios derechos muy relevantes. No hay más remedio que tratar de establecer los límites al ejercicio de la libertad de expresión en este campo, porque la experiencia del daño que se produce es abrumadora. Las personas y la sociedad en su conjunto no pueden protegerse por sí solas. Ni puede funcionar la convivencia pacífica y democrática sin un marco regulador que precise derechos y obligaciones, que identifique responsabilidades y responsables y una institución que aplique objetiva e independientemente las normas.
La magnitud y la extensión de las manipulaciones a la democracia, de los ataques a las personas y de las distorsiones a la verdad rompen los ojos.
No puede ser materia ni de jueces privados ni de justicia a manos de algo llamado “comunidad” u “opinión pública”, en ambos casos sin la base de una normativa objetiva.
Los principios están claramente establecidos en nuestro orden jurídico. La tarea es aterrizarlos en estas nuevas formas de comunicación.
Fácil no es. Pero sí es necesario.
Ignacio De Posadas