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    Centenario con retrogusto amargo

    El Palacio Legislativo encarna nuestros valores republicanos y es testigo de nuestra historia democrática; no en vano, su construcción fue el mayor desafío urbanístico, arquitectónico, artístico y decorativo que emprendió el país

    Columnista de Búsqueda

    La celebración del centenario del Palacio Legislativo ha estado en las últimas semanas en el centro de la polémica. Idas y venidas por un espectáculo musical que finalmente se frustró y que en parte sirvió para poner en evidencia —una vez más— que no hay nada nuevo bajo el sol. Basta para probarlo, el recuerdo de las filípicas que se lanzaron desde que, en el lejano 1902, don José Batlle y Ordóñez planteara la idea de su construcción. Fueron más de dos décadas de encarnizadas discusiones, cuyos argumentos, no por casualidad, se parecen mucho a los de hoy. Por ejemplo, el diputado Aureliano Rodríguez Larreta afirmó: “Que se gasten tres o cuatro millones en hacer un palacio para un país como el nuestro es un acto excesivo, un acto escandaloso”, mientras el diputado comunista Celestino Mibelli tuvo que ser retirado del recinto gritando a voz en cuello: “¡Que se deje entrar al pueblo!”.

    Afortunadamente, los edificios quedan y las palabras se las lleva el viento, como es probable que suceda con las de este centenario. No obstante, las propuestas para la celebración —con espectáculo musical o sin él— dejan un retrogusto amargo. Pensar que es suficiente conmemoración presentar un sello, iluminar la fachada, ceder el espacio para la presentación de un libro y un puñado de artistas en escena, es por lo menos un síntoma de falta de apego. Y utilizo la palabra apego en tanto el vínculo afectivo que une a los uruguayos con el palacio no es mera retórica discursiva. El palacio encarna nuestros valores republicanos y es testigo de nuestra historia democrática. No en vano, su construcción fue el mayor desafío urbanístico, arquitectónico, artístico y decorativo que emprendió nuestro país. Una historia que comienza con su ubicación, que no es precisamente la que tiene hoy; el emplazamiento con el que se convocó en 1903 al concurso internacional de proyectos era sobre la calle Agraciada frente a la iglesia de la Aguada, a pocos metros del edificio que hoy ocupa el Instituto de Profesores Artigas (IPA). De haberse construido allí habría quedado encerrado, prácticamente sin visibilidad y habríamos perdido la majestuosa panorámica que aporta el eje desde la plaza Fabini. Al concurso se presentaron 27 proyectos (24 extranjeros y tres uruguayos) y, aunque fue declarado desierto, se decidió adjudicarlo al segundo puesto, proyecto del arquitecto italiano Vittorio Meano, el mismo que hacía 10 años estaba abocado a la construcción del Congreso Nacional argentino en Buenos Aires. Pero Meano nunca se enteró del fallo, porque murió en 1904 en violentas circunstancias antes de conocer la noticia, dejando huérfanos a los dos palacios de las leyes del Río de la Plata.

    Es así que, en 1906, cuando se colocó la piedra fundamental del edificio neoclásico imaginado por Meano, el proyecto ya estaba a cargo de los arquitectos Jacobo Vázquez Varela y Antonio Banchini, y en pleno ajuste por el cambio del emplazamiento.

    Claro que el palacio que vemos hoy se lo debemos a la sensibilidad del arquitecto italiano Gaetano Moretti, quien incorporó cambios decisivos a pesar de partir limitado por el proyecto de Meano, modificado a su vez por Vázquez Varela y con la obra ya en marcha. Todo lo cual hace aún más valiosas sus modificaciones, por los condicionamientos que debió enfrentar. Pero Moretti no se arredró; transformó los recintos de las cámaras que antes eran rectangulares en los bellos hemiciclos de hoy y convirtió un largo y deslucido corredor de techo plano en el más majestuoso de los espacios del edificio: el Salón de los Pasos Perdidos. Por si fuera poco, elevó toda la estructura verticalizándola al incorporar el gran lucernario o torre que la corona con sus bellas y clásicas cariátides.

    Sin embargo, hubo un cambio que se introdujo en 1911 no por Moretti, sino a solicitud del propio Batlle y Ordoñez: el maravilloso revestimiento de mármol. Una decisión que implicó la explotación a gran escala de nuestras canteras de caliza y mármol, todas ellas de una calidad comparable a la del travertino italiano, como los fantásticos mármoles que aportó la cantera de Nueva Carrara en Maldonado.

    Durante los más de 17 años que insumió la construcción, los uruguayos vieron emerger del cascarón arquitectónico el mayor y más bello conjunto de vitrales, mármoles, granitos, pórfidos, mosaicos, bronces y maderas de la historia de las artes decorativas. Pero por encima de todo, la creación del Palacio Legislativo fue un esfuerzo colectivo, una fuerza que cohesionó a un grupo de arquitectos, artistas y artesanos de primer orden, los que se abocaron a la tarea con plena conciencia de estar transformando una idea en una de las más bellas experiencias estéticas. Aquello fue una hazaña y el resultado de la proeza es un edificio que consigue ser monumental y sobrio a un mismo tiempo, simbólicamente noble en su intrínseco esplendor. Un logro que, a sus 100 años, hubiera merecido algo más que una banal polémica.