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El ciclo de la moda rápida o fast fashion es cada vez más fast: las prendas saltan de la fábrica a la tienda, de la tienda al consumidor y del consumidor a la basura; los tiempos son cada vez más breves, las prendas son cada vez más baratas, la durabilidad cada vez menor; y los compradores cada vez están más ávidos
Estamos en las costas de Ghana, en una playa de pescadores cerca de Acra, la capital. La cámara se acerca en un paneo y, a medida que fija el objetivo, se nos pone la piel de gallina: el paisaje que enfoca es dantesco. Vemos una playa, pero no es el mar lo que golpea la orilla, no hay espuma ni restos de caracoles. Lo que llega en la ola son trapos, el océano arroja textiles en jirones, pedazos de suelas plásticas, retazos de sábanas; vomita una marea sólida, colorida y enmarañada. La cámara se pasea por una playa donde no hay un solo centímetro de arena. Más allá de la costa está el poblado, un asentamiento de casas precarias construidas sobre montañas de desechos donde juegan los niños y comen los animales. Algunos promontorios de basura tienen más de 100 metros de altura. Un paisaje cubierto con mis pantalones, con tus remeras, con los restos de aquellas botas y del acolchado que tiraste.
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¿De dónde sale esto? ¿Cómo llega a destino? Viene de organizaciones humanitarias y de mayoristas traperos, principalmente. Se empaca en fardos y viaja, sobre todo a África, en contenedores transportados por barcos mercantes. Así, cada día llegan a destino toneladas de ropa, donada o desechada, que proviene de Europa, Estados Unidos, China.
Semanalmente llegan a Ghana unos 15 millones de prendas usadas. Un pingüe negocio para algunos, un daño medioambiental para todos. Esos 15 millones representan lo que desecha solamente Gran Bretaña. Y Ghana, el país entero, se ha convertido en el vertedero de la moda rápida. Hay organizaciones de voluntarios que limpian sus costas cada semana, pero las playas y los lagos y los ríos del país no dejan de acumular residuos y más residuos. Una batalla perdida contra el consumo.
Algo similar sucede en Chile. El desierto de Atacama, en el norte, va desde el Pacífico hasta los Andes: una enorme extensión anaranjada, el desierto más árido de la Tierra. Otro vertedero de ropa. Otro paisaje de ciencia ficción. Un basurero de prendas, una alfombra de trapos blanqueando bajo el sol implacable, que se extiende hasta donde alcanza la vista. Estos basureros clandestinos fueron ignorados hasta el 2021, cuando se vieron las imágenes del fotógrafo de la Agence France-Presse Martín Bernetti que mostraban la marea de ropa que cubre una zona inhóspita y remota llamada Alto Hospicio, uno de los municipios más pobres de Chile. Así se reveló al mundo lo que ocurría hacía 15 años.
Ghana o Atacama son casos extremos, pero no únicos. Países como Pakistán, Costa de Marfil o Marruecos también son parte del ciclo de producción de la ropa que se usa y tira: los pantalones que no necesitamos, las remeras que jamás nos pondremos. Atacama o Marruecos terminan siendo el basurero de nuestros caprichos, de las compras compulsivas, del consumo desaforado. Un sistema que ha provocado un desastre ambiental que ya nadie sabe cómo parar. Ruanda, Uganda o Zimbabue han prohibido o restringido la importación de lo que denominan “neocolonialismo textil”, pero ¿alcanza? ¿Estamos a tiempo? Pensemos que estos trapos son casi imperecederos, hechos en fibras sintéticas indestructibles, que dejan a su paso una monumental huella de carbono. Sin contar con que son pasto para las fieras de las redes de comercio opaco o directamente ilícito.
El ciclo de la moda rápida o fast fashion es cada vez más fast. Las prendas saltan de la fábrica a la tienda, de la tienda al consumidor y del consumidor a la basura. Los tiempos son cada vez más breves, las prendas son cada vez más baratas, la durabilidad cada vez menor. Y los compradores cada vez están más ávidos. Es un modelo de negocios centrado en la producción veloz y al por mayor en respuesta a las tendencias de un consumo frenético, desaforado. Para colmo, solo se recicla un 10% de la ropa que tiramos a la basura, según datos de la asociación Ecotextil. El 90% restante viaja a países subdesarrollados. Según estadísticas del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y de la Fundación Ellen MacArthur, la industria de la moda es la segunda más contaminante, después de la industria petrolera. De ropa que se genera al año solo en Europa, 5,2 millones de toneladas acaban en los vertederos, según reconoció la Comisión Europea. En los vertederos lejos de Europa, agrego.
El ritmo acelerado de estos ciclos de producción y descarte es insostenible. Según el Wall Street Journal, solo en Estados Unidos se envían al exterior un millón de paquetes de ropa al día. A nivel mundial, se producen alrededor de 150 billones (150 bi-llo-nes) de prendas al año. La evidencia de las cifras muestra que los esfuerzos por reducir su impacto ambiental han fracasado y que la producción aumenta de manera descontrolada. Algunas marcas dicen haber comenzado a explorar alternativas, dicen estar frenando el crecimiento, adoptando modelos más eficientes. Resulta difícil creerles. El cambio no depende solo de las acciones individuales de los productores, que siempre irán detrás del lucro, sino también de políticas gubernamentales, de regulaciones estrictas, leyes que obliguen a las empresas a responsabilizarse de sus producciones con prácticas sostenibles.
Pero ahí no termina el problema, es necesario un cambio desde la educación, formar a los compradores en la ética de una moda sostenible, en hábitos de compra sensatos y racionales. Es imprescindible y urgente una reflexión, una toma de consciencia para la protección del entorno, si es que estamos a tiempo. Y una reflexión que nos proporcione herramientas para hacer frente al consumismo desenfrenado del fast fashion, para enfrentar la cultura del placer efímero e inmediato de la que todos somos víctimas. No mires para otro lado: una parte de tu ropero está flotando en un río de Acra y otra tapiza una porción del desierto de Atacama.