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    Desmonopolizar la política

    El reparto del poder es uno de los factores clave en una democracia liberal como la nuestra; la existencia de controles y sistemas de check and balance que escapen a la férrea disciplina partidaria es esencial para evitar un eventual oligopolio de ideas y proyectos

    Columnista de Búsqueda

    Aunque las aguas están divididas ideológicamente, flota en el aire la idea de que la existencia de monopolios no es lo mejor que le puede pasar a una sociedad ni, en especial, a su economía. Habrá quien diga que todo monopolio es malo per se y habrá quien diga que todo monopolio es malo salvo cuando se trata de uno que se amolda a su agenda y a sus intereses. Así, los liberales pondrán el grito en el cielo cuando el Estado sea monopólico en un sector dado y se convertirán al “capitalismo de amigotes” cuando ese monopolio sea privado y, mejor aún, de un primo hermano. Por su parte, la gente de izquierda aplaudirá cualquier monopolio estatal, incluso cuando este haga perder millones de dólares al país y, por ende, el dinero que podría ser utilizado para políticas sociales se vaya por el caño, y, en sentido contrario y por definición, se sumará alegremente a cualquier medida que tienda a romper con los monopolios privados. En fin, que más allá de estas perversas y especulares simetrías existe la idea de que los monopolios suelen ser problemáticos porque introducen un factor de distorsión que altera esencialmente el mercado.

    Ahora, ¿por qué esa idea no se aplica con la misma contundencia al ámbito político? ¿Por qué nos parece normal y hasta deseable que la política en todos sus aspectos sea manejada de forma monopólica por los partidos políticos, formando un oligopolio de facto? Esto es, que un pequeño grupo de partidos (y de personas, claro) sean quienes definen la agenda pública de actualidad y quienes deciden cuáles son las políticas que se deben aplicar en cada momento. De la misma forma en que un pequeño grupo de empresas controla el mercado de bienes y servicios, un pequeño grupo de decididores controla el mercado de ideas, agenda y políticas públicas.

    Se dirá que en una democracia como la nuestra ese monopolio político no es real. Que además de los partidos políticos existen un montón de organizaciones de la sociedad civil que plantean temas de agenda (hasta cierto punto es verdad), que existen sindicatos, cámaras empresariales, ONG, etc., que funcionan como contrapeso a lo que digan los partidos. El problema es que muchas veces (en Uruguay, la inmensa mayoría de esas veces) los estrechos vínculos que existen entre esas organizaciones y los partidos políticos hacen imposible la distancia que se necesita para poder decir con propiedad que el poder está de verdad repartido. El reparto del poder es uno de los factores clave en una democracia liberal como la nuestra. La existencia de controles y sistemas de check and balance que escapen a la férrea disciplina partidaria es esencial para evitar un eventual oligopolio de ideas y proyectos. Y, sin embargo, ese reparto del poder puede ser muchas veces meramente cosmético, con todos los peligros que eso entraña.

    Todo esto quizá pueda sonar muy abstracto o vago, pero los efectos de ese pegoteo y esa falta de distancia son visibles en la realidad de muchas formas. Por ejemplo, en una academia que en vez de hacer propuestas técnicas a los problemas que enfrenta el país se interese por la gobernanza del Estado o por la promoción política de sus integrantes. O por unas ONG que en vez de ocupar las zonas que el Estado no atiende (algo que es el concepto esencial de una organización no gubernamental) terminan en muchos casos haciendo cosas en nombre del Estado por mera afinidad ideológica. O que unas cámaras empresariales, en las que hasta los apellidos se solapan con los de los liderazgos de los partidos, terminen siendo meros operadores partidarios. O en la puerta giratoria que todos hemos aceptado sin chistar, gracias a la cual un senador o un diputado puede ser líder de una organización empresarial o un sindicato, ida y vuelta y que nadie se despeine por ello. Ojo, esto no es nada nuevo, y de hecho explica en parte la prevalencia de los colorados durante la mayor parte del siglo XX y la actual hegemonía del Frente Amplio en la materia. De hecho, este último puede considerarse el legítimo continuador de esa forma de hacer política. El Partido Nacional, con su intermitencia en el poder, no parece poder consolidar su papel en ese sentido.

    Un problema adicional que presenta este pegoteo es que, además de debilitar la autonomía de los actores involucrados y con eso empeorar la diversidad de la política en general, tiende a conformar movimientos que bailan al son de la agenda partidaria. Y que, de manera más bien opaca y no siempre declarada, estos terminan ocupando ámbitos que se suponen son independientes bajo una misma gran férula ideológica que funciona como telón de fondo de su acción. Esto es bastante visible en Uruguay si uno se toma la molestia de seguir la pista de algunos nombres. Así se verá que, por ejemplo, el exministro de Ganadería, Agricultura y Pesca Carlos María Uriarte fue antes presidente de la Federación Rural. O que el actual senador del Frente Amplio Óscar Andrade fue secretario general del Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos.

    Obviamente, cualquier ciudadano uruguayo tiene el derecho de participar de cuanta organización le parezca y eso no constituye ningún delito. Pero, y es bueno recordarlo, no hace falta que algo sea ilegal para que sea perjudicial para la vida política del país. O para la vida en común en general. Cuanta menos diversidad exista en el “mercado de ideas”, menos alternativas seremos capaces de construir de cara al futuro. Cuanto más cerrado sea el círculo de insiders, en todos sus ámbitos, menos rica será la discusión y menos potente será el control. La distribución del poder, indispensable para el buen funcionamiento de una democracia como la nuestra (y que es tan importante como la alternancia partidaria), se ve necesariamente afectada por esta tendencia y esta formación de oligopolios. Que además se siguen vendiendo como el non plus ultra de la diversidad (palabra recontrabastardeada si las hay) cuando en realidad es tan solo una danza de nombres e ideas que se repiten con toda la intención de presentar el paquete resultante como parte del “sentido común”. No solo no es parte del “sentido común”, sino que, de hecho, esa forma de operar responde a una idea bastante sectaria (¿totalitaria?) de la política.

    Algo que es esencial para el buen funcionamiento de una democracia liberal como la uruguaya es la necesaria lealtad al proyecto. Es decir, no ver lo que tenemos como una mera estación de paso hacia otra idea de democracia, asamblearia, directa o como se la quiera llamar, sino como un modelo que necesita ser mejorado y perfeccionado. Que necesita una mejora no en el sentido de convertir el modelo actual en uno de partido único o de movimientos que ocupan todos los órganos, públicos y no públicos, para empujar una única ideología. Al contrario, lo que ya logramos construir necesita ser mejorado en la dirección de consolidar la autonomía de los actores políticos y sociales, como forma de garantizar una mayor diversidad y un mejor control de la cosa pública. El problema no parece ser el modelo, sino aquello que hacemos con él. Quizá no sea mala cosa empezar con la tarea de desmonopolizar la política.