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    El país del empate

    Así funciona; no necesariamente en el fútbol, valga la ironía, pero sí en casi todos los demás ámbitos: ocurre en la política, en la economía, en la cultura, en la academia y en muchos otros lados; pasa en la actividad pública y en la privada; trasciende generaciones y lugares

    Director Periodístico de Búsqueda

    Pocas personas conocen la idiosincrasia uruguaya como el expresidente Julio María Sanguinetti. Por varias razones. Primera, porque fue dos veces primer mandatario, un lugar de privilegio que muy pocos ocuparon a lo largo de la historia. Segunda, porque le tocó ejercer ese cargo de máximo poder político en momentos de salida de una dictadura, lo que lo obligó a buscar necesariamente el camino del medio, acercándose todo lo posible a las distintas partes que todavía estaban en disputa. Y tercera, porque nunca dejó de ser un protagonista político y lo sigue siendo hasta el día de hoy, cuatro décadas después de que se cruzó la banda presidencial por primera vez.

    Desde ese lugar, cuenta en su haber con algunas anécdotas y frases con mucha vigencia. Como protagonista o como testigo, pocos episodios de la historia reciente se le escapan y seguirlo de cerca es poder entender mejor al Uruguay, sea para discrepar y enojarse o para coincidir y sentirse orgulloso de la penillanura levemente ondulada.

    Dice Sanguinetti, según cuentan los que más lo conocen, que los presidentes son más importantes por lo que evitan que por lo que hacen. Así lo ha argumentado repetidas veces, incluso a sus sucesores en el mando del Poder Ejecutivo. Esa es toda una definición de la forma de encarar el poder que tienen los uruguayos. Y más que eso. Es, en realidad, como una especie de filosofía a partir de la cual viven. Evitar más que hacer, ir a la más segura en lugar de asumir riesgos, volar lento por abajo del radar en lugar de intentar llegar a la Luna.

    Cuenta Ignacio de Posadas, exministro de Economía del gobierno de Luis Lacalle Herrera y referente herrerista, que una vez Sanguinetti le dijo que tanto Lacalle Herrera como el colorado Jorge Batlle estaban “locos” porque pretendían “cambiar a los uruguayos”. Lapidario en su juicio, pero premonitorio del fracaso que sufrieron ambos cuando fueron presidentes en sus intentos más reformistas. Porque es cierto que a los uruguayos no les gustan nada los cambios bruscos.

    Tampoco la grieta. Al menos a la mayoría de ellos. En eso también Sanguinetti fue ejemplo al acercarse durante los últimos años al expresidente José Mujica, con quien había estado enfrentado durante gran parte de su vida. Mujica fue guerrillero tupamaro y después de la dictadura ingresó a la política tradicional por uno de los lados más a la izquierda del Frente Amplio. Pero fue moderando su discurso y sus acciones hasta transformarse en presidente y, luego de terminar su mandato, siguió cultivando el diálogo con casi todo el espectro político. En sus últimos años participó en muchos eventos, en charlas y hasta en un libro de entrevistas conjuntas con Sanguinetti, mostrándole a todo el país que los extremos pueden acercarse en la vejez y fortaleciendo así ese centro del que tantos uruguayos se sienten parte.

    También en la forma de ejercer la presidencia tuvieron encuentros Mujica y Sanguinetti. Una de las principales definiciones de Mujica sobre cómo consideraba que era su labor como presidente fue compararse con un bombero, que se dedica más a apagar los incendios que a prevenirlos. A su vez, el blanco Luis Lacalle Pou, que para muchos era un representante de la centroderecha o directamente de la derecha, terminó su administración ubicándose en el grupo de los “tibios”. Esa también es una de las consecuencias de haber gobernado Uruguay.

    Porque este es el país del empate. La mayoría de los que habitan en él están más preocupados por no recibir goles que por hacerlos. Se sienten cómodos jugando en el medio de la cancha, tocando para el costado, avanzando pero solo si es necesario y sin generar mucho desgaste ni demasiado riesgo. Hay como una especie de acuerdo implícito de no pasarle por arriba al rival, pero tampoco dejarlo crecer demasiado.

    Al que se atreve a ir un poco más allá y suma un gol tras otro le termina yendo mal. Salvo que lo haga en distintas etapas y con el mayor silencio posible. Si destroza a su adversario y encima grita con euforia cada una de sus conquistas, lo único que va a lograr es que todos los demás se le pongan en contra y le hagan la vida imposible. No sea cosa de que a algún otro se le ocurra imitarlo.

    Por el contrario, si opta por el camino mesurado, es probable que sí pueda avanzar. Lo importante es no sacar demasiada diferencia. Es más, si la ventaja se hace muy abultada, lo ideal es dejar que el rival al menos pueda hacer un gol como para dejarlo más tranquilo.

    Así funciona. No necesariamente en el fútbol, valga la ironía, pero sí en casi todos los demás ámbitos. Ocurre en la política, en la economía, en la cultura, en la academia y en muchos otros lados. Pasa en la actividad pública y en la privada. Trasciende generaciones y lugares. No es algo positivo porque adormece a todos los que lo padecen, pero existe. No reconocerlo es ignorar la idiosincrasia del país en el que vivimos, y eso sería un error de arranque que impediría un correcto abordaje de la realidad.

    Claro que igual se pueden hacer muchas cosas. Esto no significa que Uruguay esté detenido en el tiempo o que no haya adoptado durante los últimos años medidas que sirvan para subir al menos algunos escalones en el esquivo camino hacia el desarrollo. El problema es que todo lleva un poco más de tiempo y muchas frustraciones. Los objetivos se pueden trazar y, llegado el momento, conseguir, pero hay que tener mucha paciencia.

    Justamente ahí puede estar la diferencia. En hacer sin gritar demasiado ante cada avance en la cancha ni sacudir la camiseta ante la tribuna contraria. Sin estar permanentemente mirando lo que hace el rival en lugar de pensar cuál es la mejor jugada propia para avanzar. Sin buscar apabullar o silenciar a los que piensan o juegan distinto y sin estar más preocupado por los errores ajenos que por los méritos propios.

    El país no va a cambiar de un día para el otro. Los que sí lo pueden hacer son quienes tienen a cargo su rumbo, tanto desde el gobierno como desde la oposición. Hace falta que sorprendan un poco más, que salgan de esa zona de confort que implica tener el empate casi siempre asegurado. Se tiene que poder. Con sutileza e inteligencia debe ser posible. Y capaz que a quienes lo hagan no les va tan mal. Basta con intentarlo. De última, si se complica, siempre se puede seguir pateando para el costado. En eso, experiencia hay.